Presentación del libro “Entre dos Mitos”

 

Entre dos Mitos, Alfonso Elizondo, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2012, 106 pp.

En el libro Entre dos Mitos de Alfonso Elizondo, el autor habla de la destrucción del mundo indígena por los españoles, de cómo acallaron sus voces múltiples y destruyeron su cultura para hundir la piedra toral de una nueva conquista para España, de tierras y de seres humanos que serían utilizados como bestias de carga y fuerza de trabajo a su servicio:

…se procedió de inmediato a destruir sus cosmogonías, sus mitos, sus principios éticos, su arquitectura singular que sólo era confinada por el cielo, sus percepciones del amor, de la belleza y aun de las emociones y de la alegría de vivir, para sustituir todo por un mito en el que su taumaturgo era un dios humano que empleaba su sufrimiento personal para rescatar a sus creyentes del infierno.

De este choque brutal e injusto, se formó el nuevo tejido social que creció y por casi tres siglos con la fuerza de las armas, y provocó otra visión del mundo del mexicano. Con el surgimiento del mestizaje, otras ideas se amalgamaron en su interior, y la reflexión, antes serena y clara a su entendimiento, se hizo confusa y difícil. Y los días ya no fueron los mismos; el arte –otrora tan pródigo en sus formas, tan generoso en su expresión–, inició otro camino al recibir los aportes europeos. Pero el sentimiento y la verdad filosófica que sostuvieron a aquel mundo se perdieron para siempre en los estancos del tiempo. Nació el grito libertario de 1810: el criollo, el mestizo y el indio, enarbolaron sus banderas de lucha. Cien años después surgió la Revolución y el país, mutilado y empobrecido, tras el régimen porfírico, abrió su esperanza al Siglo XX. La reivindicación del indio, el estudio de sus días pasados, de su palabra y las ruinas de sus centros ceremoniales, llegaron a su más alta expresión en el gobierno de Lázaro Cárdenas. Después de la Segunda Guerra Mundial, México ensayaba el despegue hacia la modernidad, una modernidad que ya manejaban en beneficio de sus intereses económicos los Estados Unidos, al influir políticamente en la conducción del país. Y en medio de todo, Monterrey, ciudad adolescente, –como alguna vez le dijera José Alvarado–, cuya cercanía a la frontera le hizo recibir con gran intensidad costumbres, modas y modos de pensar de los estadounidenses y anhelar sus paraísos. El malinchismo, que nació con la Conquista, creció y se multiplicó con sus maléficas redes por toda la Patria, caló en la ciudad con gran fuerza.

En ese mundo regiomontano de los años cuarenta nace Adrián, el personaje central de estos relatos que van descubriendo poco a poco a un joven regiomontano inconforme, rebelde, universitario amante de la filosofía, del arte y de la ciencia, que estudia con inteligencia secretos de la química, vive la combustión de la juventud en el amor, escucha la sabia voz de sus maestros e interviene en la formación de un grupo de poetas y pintores librepensadores alrededor de una revista literaria y artística. Nace de una familia de clase media, al oriente de la ciudad, y es educado en un colegio liberal, lo que ayudó al inicio de su formación. Pronto inicia el repaso de lecturas de la biblioteca familiar escondido tras el ropero de olmo de la casa:

Ahí construyó su refugio para fabricar sus propias historias de aventuras, que eran complementadas por la reiterada observación de un kaleidoscopio relleno de vidrios de colores, cuando se cansaba de los fosfenos que producía friccionando sus párpados.

Desde la Facultad de Filosofía y Letras, donde se inscribe al mismo tiempo que en la de Ciencias Químicas, Adrián asiste al accionar de aquel grupo de universitarios –de izquierda muchos de ellos–, que bajo la guía y la visión de Raúl Rangel Frías, construyeron el andamiaje filosófico, científico y artístico desde donde creció la nueva Universidad de Nuevo León, aletargada desde su inicio en 1933 por la somnolencia del positivismo y los ecos del Siglo XIX. En los años sesenta, escucharía con devoción charlas y conferencias, y entendería con la avidez del joven universitario, la formación de corrientes artísticas, sociales y políticas de su tiempo; asistiría a exposiciones de pintura y leería a Sartre y a Albert Camus, –por quien desarrolló una intensa simpatía–, a Virginia Wolf, a Carlos Fuentes, a Octavio Paz, a Thomas Mann. Habita el Monterrey nocturno, sus rincones entregados al alcohol bajo el neón y la música, entre sus prostitutas impenitentes y a veces tristes, el humo y los versos alados. Sus tres o cuatro teatros destartalados de revista. La Calzada Madero, formada con amplios andadores y altas palmeras, llena ya de nuevos comercios y bares soñolientos: “…donde un tardío y devaluado art decó buscaba brillar entre las ruinas de sillares del estilo norestense que intentaba imitar –sin éxito– a la forma arquitectónica más decadente del imperio francés en el Siglo XIX.” Nos entrega una visión personal de esos años, cuando también tomara fuerza el poderoso grupo industrial de Monterrey, que opuso su poderío económico y su visión americanizada, a las mejores causas de la Universidad y sus integrantes; que fundó el Tecnológico de Monterrey para proveer a sus empresas de técnicos que fueran a estudiar posgrados en Universidades de los Estados Unidos, pagados por ellos, e hizo sindicatos a modo para desaparecer toda oposición a sus ideas de la derecha política.

Adrián siente la necesidad de viajar para enriquecerse, profundizar su pensamiento y definir sus acciones del futuro. Antes había descubierto en su primer viaje a la ciudad de México:

…los maravillosos retablos barrocos de los Reyes y del Perdón, de Jerónimo de Balbás; los increíbles imafrontes churriguerescos de su nuevo Sagrario, esculpidos en mármol blanco, los murales de Diego Rivera existentes dentro del Palacio Nacional, y la visión panorámica fabulosa que se percibía desde la terraza del Hotel “Majestic.

Pero su viaje por México lo llevaría a conocer la arquitectura religiosa de los purépechas edificada en los estados de Guanajuato y Michoacán, la Meseta Tarasca. Descubrió la influencia europea y oriental, que trajo de sus viajes y andanzas por la India y China, para enseñarla a los indios el padre Vasco de Quiroga. La continuidad de los viajes hicieron que Adrián entendiera más las ideas en las que estaba inmerso por entonces, y sintió que estaba en un mundo de magia, en el que flotaba con los sentidos al aire. Descubrió también la transparencia de la atmósfera en el centro de México, y notaba los contornos de las cosas y de los seres de otra manera: luminosos.

Entre dos mitos nos descubre a los hombres de esta tierra, con sus contradicciones y sus esfuerzos, con sus voces, sus costumbres y sus carencias sociales, y cómo han afrontado la vida y sus realidades. Hay un análisis incisivo de sus instituciones, de su mundo intelectual, de sus triunfos y de sus fracasos. Dentro de todo lo anterior, nos ofrece el sentimiento del tiempo en la Universidad de Nuevo León, el más brillante, y eso faltaba en el gran fresco mural descriptivo y crítico que deberá hacerse de ella. Escrito con fluidez y pasión, aprendidas en el discurso de la vida y las lecturas interminables, se ubica como un relato múltiple, autobiográfico, donde la presencia del personaje principal recorre los litorales del sueño y la emoción. Es la jornada del héroe que va con la convicción de que el universo está dentro de él, de que la vida, única, crece inesperada y bella entre los senderos, de que la tierra deberá roturarse para producir, y la semilla morir para que haya planta: de la sombra a la luz, viaje interminable del hombre que se renueva y habita intensamente sus días y sus años.

Libro que será importante en los futuros encuentros históricos, literarios, políticos, Entre dos mitos de Alfonso Elizondo inicia ya desde ahora su camino. Enhorabuena. Que sea para bien.

Monterrey, marzo 21 de 2012

(Imagen tomada de Internet / Derechos reservados por el autor)