La década de los años sesentas fue la más prolífica en la historia de Monterrey para el desarrollo de las humanidades y de las artes. De la Escuela de Artes Plásticas surgían talentosos alumnos que pronto emigraban a la Cd. de México, mientras otros se establecían en Paris, donde estaba el centro mundial de las artes plásticas. Quiénes se identificaban con el teatro, muy pronto recibieron el apoyo de la gran maestra Lola Bravo y se convirtieron en iconos del teatro regiomontano, aun cuando nunca lograron rebasar con éxito las fronteras regionales. Tampoco hubo elementos notables en el campo de la danza y de la música, mientras que los pocos escritores con talento también emigraron a la ciudad de México, ya que la mayoría de los regiomontanos siempre han sido refractarios a todo género de actividad artística y humanística en general.
Desde fines de los años cincuentas, Adrián había fundado una especie de cofradía de estudiantes universitarios de todas las ramas profesionales y su grupo publicaba una revista literaria donde también participaban alumnos de la Escuela de Artes Plásticas, estudiantes de teatro y aficionados a las Artes Cinematográficas, además de personas proclives a la lectura y al humanismo en general. Conforme fueron desapareciendo del medio universitario los humanistas que había impulsado Raul Rangel Frías, la Universidad de Nuevo León se fue apagando, sobre todo porque quiénes tomaron las riendas fueron personas alienadas por el comunismo prosoviético que consideraban sin rumbo y sin posibilidad de éxito a todos aquellos artistas que no tuviesen y ostentasen ruidosamente esa ideología en boga.
Otros elementos igualmente disuasivos y perturbadores para los aspirantes a artistas de esa época era la presencia creciente de la mitología norteamericana a través de el cine de Hollywood y de revistas muy populares (Life y Selecciones de Reader’s Digest) que paradigmatizaban una hipócrita imagen del artista, en la que su principal cualidad era la apología permanente del Estado norteamericano y de su condición indiscutible de líder mundial en la política y en la cultura; también influían en niños y jóvenes regiomontanos la memética familiar y la actitud de la mayoría de las escuelas públicas y de los colegios particulares que desdeñaban y ridiculizaban la mayoría de las actividades artísticas, considerándolas tan solo como una forma opcional de derrochar el tiempo libre, cuando las actividades fundamentales del individuo ya habían sido cumplidas cabalmente. No obstante, subsistía el riesgo de que se perdiesen de vista las circunscripciones morales y conductuales que señalaban la doctrina eclesial y el régimen familiar cristiano.
Esta primitiva edad mítica de la mente regiomontana originó que la mayoría de las escuelas de artes y humanidades estuviesen semidesiertas y que quiénes tenían vocación artística emigraran hacia ciudades y regiones del país donde habían instituciones y ciudadanos más abiertos a las manifestaciones del arte. Quiénes persistieron en los ámbitos regionales jamás alcanzaron éxitos importantes, aún cuando muchos de ellos contaban con un talento extraordinario. Quiénes alcanzaron éxitos a nivel nacional fueron los que regresaron a la ciudad una vez que ya estaban instalados por los jueces de la crítica artística nacional, debido a que los regiomontanos expertos en arte no surgieron sino hasta mediados de los años ochenta, cuando algunos administradores regiomontanos, estudiosos del sistema fiscal mexicano, descubrieron que una galería de arte montada con obras de artistas mexicanos de segunda categoría podría generar mayores deducciones de impuestos para sus empresas que todas las obras de piedad y filantropía familiar que hasta entonces habían operado los grandes capitalistas regiomontanos.
El hecho real fue que durante las décadas de los sesentas y setentas continuó reinando la vieja escuela de la Plástica Mexicana en todos los ámbitos de las artes plásticas de México, permitiendo subsistir sólo a pequeñas galerías privadas que en su mayoría habían sido creadas por familias capitalinas de credo judío, que aun cuando tenían conocimientos muy limitados de las artes plásticas, estaban muy avezadas en asuntos financieros y comerciales. La plástica mexicana de todo el siglo 20 había estado inspirada en la escuela francesa del siglo 19, pero su gran estilo lo adquirió del expresionismo alemán de las primeras décadas del siglo 20, no obstante, los grandes maestros de la Plástica Mexicana, como Diego Rivera, Clemente Orozco, Rufino Tamayo y David Alfaro Siqueiros le dieron a sus obras el acento encantador de las variadas etnias aborígenes mexicanas que les permitió un lugar distinguido en el concierto universal de las artes plásticas, pero sin llegar a ser una maravilla, como lo señalaban los apologistas del ‘México profundo’, ya que sus orígenes fueron y son totalmente europeos, quiénes profesan mitologías totalmente diferentes a las de las naciones latinoamericanas y persiste una contradicción mitológica que no siempre produce belleza.
Durante toda la década de los sesentas y parte de los setentas, la mayoría de los artistas plásticos regiomontanos que se habían ido a México regresaban esporádicamente a la casa de Adrián en Monterrey en búsqueda de mercados para sus obras, pero casi todos permanecieron sin reconocimiento de su patria chica. En la mayoría de sus visitas ellos venían a Monterrey acompañados de otros artistas plásticos compañeros de sus escuelas en México o provenientes de otros estados de la República que aún tenían fuerte influencia de sus pobladores aborígenes y que coincidían más con el estilo plástico mexicano internacionalmente aceptado, por lo que lograron vender sus obras con mayor facilidad que sus compañeros regiomontanos.
Antes de que ningún artista plástico regiomontano fuera aceptado por la crítica local y por los regiomontanos ricos que adquirían obras de arte por frivolidad, primero fueron reconocidos los discípulos de Rivera, de Tamayo, de Salce y de Siqueiros. Y aún antes de reconocer a ninguno de ellos, primero fueron aceptados mediocres artistas estadounidenses del pop art, de la escuela abstracta expresionista y de quiénes habían imitado a las diferentes corrientes artísticas de principio del siglo 20 en Europa. El hecho real es que Monterrey ha conservado su proclividad por las creaciones artísticas realizadas en el extranjero o por los artistas no regiomontanos que imitaron a los grandes iconos de la Plástica Mexicana. De la misma forma que imitan las costumbres, las modas y la ideología de los anglosajones del vecino país del norte desde el momento en que se apoderaron de los poderes fácticos regionales.
Esta situación prevalece en los tiempos actuales, ya que toda la producción artística plástica autentificada y que tiene valor de mercado ha quedado en manos de unos cuantos millonarios regiomontanos que consideran a la obra artística como un signo de prestigio social y una forma alternativa de hacer rentables sus ahorros, en un período en el que la mayoría de los instrumentos financieros producen rentas inferiores a la inflación o casi deleznables.
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