Apenas salía de la Escuela de Filosofía, Adrián se dirigía presuroso hacia alguno de los diferentes puntos de la ciudad donde se habían instalado los escasos lugares en los que existía vida nocturna, sin importarle nada el género de ellos. Esta podía variar desde espacios con vida cultural diversa, hasta bares híbridos con sexoservidoras ‘free lance’ o prostíbulos para casi todos los niveles sociales. No obstante, durante las primeras horas de la noche, Adrián prefería visitar un bar que se encontraba en el centro de la ciudad, a donde acudían un trío de cuerdas que entonaba trova yucateca y un singular solista de banjo que rescataba ritmos y canciones decadentes de finales del siglo 19 y de principios del siglo 20. El anciano trovador iniciaba cada noche con sus ‘Esdrújulas’: ‘en noches lóbregas, galán incógnito, las calles céntricas atravesó y bajo clásica ventana gótica pulsó su cítara y así cantó…..’

La mayoría de los asistentes al Chano’s bar eran adictos a la música romántica que estaba en plena decadencia, tenían cierta proclividad por las deliciosas botanas que preparaba el jefe de la cocina, y una evidente inclinación por las bebidas alcohólicas. Aunque predominaban los adultos que pensaban que los años pasados habían sido mejores que los presentes, también se encontraba una gran variedad de jóvenes progresistas como Adrián, que descubrían con cierto regocijo sado masoquista el final de una época conservadora y reaccionaria que no carecía de encanto. Se discutía la naturaleza del devaluado mito machista de la inmensa mayoría de los mexicanos, quiénes a través de la historia no habían logrado asimilar la contundencia del carácter de la gran mayoría de las mujeres mexicanas e invariablemente se convertían en llorosas víctimas que recurrían al alcohol o a la violencia para sobrellevar sus fracasos amorosos o libidinosos.

En esa época, el bar de Chano albergaba a muchos de los artistas plásticos regiomontanos y a quiénes intentaban expresarse en la música y en la literatura, pero había poca presencia de los aspirantes a actores o bailarines, ya que ese género de artistas estaba estigmatizado, debido a que en su gran mayoría eran considerados proclives a dos fenómenos sociales que odiaba y temía la sociedad regiomontana de ese tiempo: la homosexualidad y las ideologías de izquierda. Muy a menudo Adrián y sus amigos que eran artistas plásticos fraternizaban con el gran poeta español exiliado en México Pedro Garfias, quién ahí diseñó una bebida totalmente original donde mezclaba el tequila blanco con la ‘Salsa Maggi’ y era conocida como ‘petróleo´ mientras parafraseaba su famoso ‘Capitán Jimeno del batallón de Garcés’ o unos maravillosos poemas de amor con un ritmo sincopado y cadencioso que sorprendió al mundo literario de la época.

Pasada la media noche ‘Chano’ cerraba su bar y Adrián se trasladaba sólo, o con algunos de sus compañeros de parranda hacia alguno de sus dos lugares preferidos que estaban situados en la Calzada Madero y cercanos a su casa paterna: el Bar Mingo’s, donde pernoctaban algunos de los mejores exponentes de la canción norteña de esa época, como Juan Salazar, Pedro Yerena y Juan Montoya con decenas de sus admiradores; o el famoso Casino Michoacano que era un complejo espacio nocturno situado en una terraza, donde coexistían la música popular mexicana triunfadora del momento, la comedia ligera del teatro de la legua, la venta de bebidas alcohólicas, algunas vedettes exitosas, con sus correspondientes coros y bailarines, más gran cantidad de prostitutas denominadas ‘taloneras’ por sus continuos paseos nocturnos por la Calzada Madero y hacían escala en búsqueda de sus numerosos fanáticos.

Cierta madrugada en la que Adrián departía en el Casino Michoacano con algunos de sus compañeros de una revista literaria que había fundado hacía unos años y el gran maestro Pedro Garfias como invitado de honor, le aconteció un evento típico de los lugares públicos de diversión nocturna en donde se describe el ambiente de Monterrey en esa época cuando aún los grandes artistas, como Garfias, no eran respetados y ni siquiera conocidos por la sociedad regiomontana. El artista que estaba en escena era el famoso cantante puertorriqueño Daniel Santos, quien reiteradamente dedicaba sus interpretaciones al ilustre poeta español diciéndolo que lo respetaba más que a nadie del mundo artístico. Esta falta de democracia en las dedicatorias del famoso cantante irritó a uno de los espectadores vecinos que estaban frente al escenario, quién reclamó airado al cantante por no haber dedicado una sola canción a los integrantes de su mesa, sino a un ‘viejo borracho y feo’ que ellos no conocían. Uno de los compañeros de la mesa de Adrián reaccionó con el violento envío de una botella o recipiente vítreo hacia el reclamante, por lo que se inició una feroz riña entre los parroquianos de ambas mesas que pronto se generalizó y ocasionó la rápida huída de la mayoría de los espectadores descendiendo a empellones por las empinadas escaleras del antro hasta llegar a la Calzada Madero.

Ahí, recostado en una de las bancas metálicas de la Calzada Madero y parcialmente cobijado con periódicos estaba el maestro Garfias, quién había decidido retirarse de la escena poco antes de que se generalizara la reyerta. Un joven poeta, compañero de Adrián se acercó al maestro y lo condujo con mucho cuidado a su automóvil, luego le pidió que lo transportase a su casa, donde le administraría una curación para combatir un fétido malestar de su piel llamado ‘pénfigo’. El joven poeta amigo de Adrián aplicó a Garfias durante algunos días una medicina tópica en su piel con buenos resultados, pero al cabo de unos días desapareció inopinadamente sin dar ningún aviso. Unas semanas después Garfias reapareció en uno de los espacios nocturnos frecuentados por los escasos artistas del Monterey de los años sesentas y dijo no recordar la reyerta en el Casino Michoacano ni la terapia veterinaria que le había dado el joven poeta Andrés Huerta.

Además de estos lugares de vida nocturna, Adrián experimentaba, con menor frecuencia, una zona de antros y burdeles de bajo nivel que estaba cercana a la Facultad de Química donde muy a menudo experimentaba hechos violentos, otra que estaba al norponiente de la ciudad, donde destacaba el denominado ‘Roberto’, cuya asepsia casi neurótica, moderna iluminación con cálidos colores de neón, buena música y cuidadosa selección de personal, lo habían convertido en el prostíbulo más seguro y distinguido de la ciudad. Eso no evitaba que Adrián anduviese siempre en búsqueda de nuevas experiencias nocturnas, por lo que pronto descubrió la existencia de un espacio nocturno totalmente innovador que se conocía como El Costa Azul y estaba en el lado norte de la Ciudad cercano a la carretera a Laredo.

El propietario de este revolucionario centro nocturno era un extranjero de origen alemán cuyo nombre era Wilhem pero había degenerado en un Bily a secas. Este genio precursor de los actuales antros introdujo conceptos novísimos para aquella época, tanto en la escenografía para la exhibición de la mercancía en venta, como en la introducción promocional de artículos denominados ‘ganchos’ que se distribuían en forma gratuita entre los asistentes y la eliminación de las tradicionales ‘fichas’ que aumentaban injustamente el costo de las servidoras sexuales al permitirles tomar discrecionalmente bebidas alcohólicas con cargo a los potenciales clientes.

El Bily había alquilado una vieja sección de un hotel de la zona para turistas ‘pochos’ o texanos pobres que contaba con una alberca en cuyo alrededor había palmeras y plantas tropicales que le daban un particular acento bucólico a los grupos de mesas donde se acomodaban y se ocultaban a medias las rameras del lenón germano. El artículo gancho era normalmente un cigarro ya preparado de mariguana de calidad mediana, aclarando que no era de la desacreditada ‘flor de andamio’ que se producía en los jardines del Campo Militar o alguna nueva marca de licor o cerveza que intentaba establecerse con exclusividad en la casa del Bily. Mientras tanto, la fusión de las luces multicolores que se reflejaban en la piscina permitían que las damiselas en oferta no expusiesen de forma palmaria sus defectos más notorios.

Monterrey conservó ese pobrísimo nivel de vida nocturna hasta mediados de los años ochentas cuando su expansión industrial propició la inmigración de cientos de miles de pobladores de otras regiones del País y se instalaron todas las diversas formas de diversión que ahora administra con gran éxito la economía criminal, sin que las instituciones del Estado hayan sido capaces de controlarlas desde entonces hasta los días actuales. Dice el viejo Adrián que si ahora comparamos el nivel de la vida nocturna institucional y legítima de Monterrey, con el de otras poblaciones similares y aún menores, la Sultana del Norte es una pobre hurí de ínfimo nivel a quién ya no respeta ni el más despreciable eunuco.

(Imagen tomada de Internet / Derechos reservados por el autor)