Esa manía reiterativa de incursionar en el pasado cuando las procaces náyades producidas por sus hormonas juveniles habían convertido la vida de Adrián en una simbiosis permanente entre el arte y la libido. No había distingo entre los sueños nocturnos y las fantasías luminosas de los días. Todo lo que percibía con sus sentidos estaba cargado de una fuerza colosal que hiperbolizaba la belleza y la intensidad de cada uno de los hechos y de las vivencias de su vida doméstica.
Desde que asomaban los primeros rayos del sol regiomontano cuyos perfiles se acentuaban con la humedad del aire, los momentos letárgicos del mediodía cuando desaparecían los transeúntes de las calles y las gentes se recluían para comer en sus casas y dormir siestas ligeras de unos minutos, pero más aun cuando aparecían los magentas enloquecedores de los atardeceres estivales que se mezclaban con los gualdos blanquecinos de los últimos rayos del sol.
Todo era mágico en el mundo del joven Adrián, como si nunca hubiese despertado de un sueño infantil, donde estaba rodeado de bellos ángeles sonrientes, de lujuriosas náyades y de un universo aromático y luminoso que se potencializaba con las sombras de la noche. Un mundo onírico que sólo lograba materializar con los distintos lenguajes de las artes. Le maravillaban la poesía, las artes plásticas, la música, la danza, pero sobre todo quedaba inerte ante los espacios arquitectónicos y la belleza voluptuosa de sus musas de carne y hueso.
En los años cincuentas y sesentas no se conocía la arquitectura en Monterrey, sino por unos cuantos casos aislados, como el del Palacio de Gobierno construido a fines del siglo 19, como excelente recreación del decadente estilo del Imperio francés y la Iglesia de la Purísima Concepción a mediados del siglo 20 que había sido un extraordinario proyecto de arte moderno del arquitecto Enrique de la Mora. Pero en lo general, ni siquiera la arquitectura eclesial católica contaba con construcciones interesantes. Los únicos espacios de gran belleza en Monterrey surgían del contraste que creaban las maravillosas montañas que circundan a la ciudad y de su cielo azul añil con nubes de selenio.
Esa particular situación de su ciudad natal impulsó en Adrián hacia una constante búsqueda de bellos espacios arquitectónicos en otras tierras que le proporcionara esa singular vivencia. En plena adolescencia, Adrián inició una serie interminable de viajes sin rumbo por todo México y muy pronto se identificó con la arquitectura virreinal, que a la postre sería, junto a la mujer, las musas inspiradoras de su profunda admiración por las artes plásticas y literarias. La intensa vida del joven Adrián se profundizó aún más con el estudio de la disciplina filosófica en la Universidad, de las rutas proféticas en México durante la Colonia y finalmente de la mitología comparada, como ciencia social posmoderna para el estudio de los fenómenos sociales.
El primer viaje de Adrián a la Ciudad de México lo realizó a mediados de los años cincuentas, cuando el actual Centro Histórico contenía todos los tesoros de su arquitectura colonial. Fue tan grande el impacto visual de este sector de la ciudad en Adrián que permaneció atónito durante varios días, sin poder dar crédito a las fachadas de los principales edificios alrededor del Zócalo, a los increíbles espacios dentro de la Catedral Metropolitana que aún albergaba los maravillosos retablos barrocos de los Reyes y del Perdón de Jerónimo de Balbás; a los increíbles imafrontes churriguerescos de su nuevo Sagrario esculpidos en mármol blanco, a los murales de Diego Rivera existentes dentro del Palacio Nacional y a la visión panorámica fabulosa que se percibía desde la terraza del Hotel Majestic.
Justo frente a las cúpulas de la Catedral de México y el bello remate de Tolsá con las tres virtudes teologales, Adrián descubrió un hecho insólito al percibir que existía una especie de rebrillo o línea luminosa entre los perfiles de las siluetas y el aire ligerísimo de la ciudad. Ahí no existían las líneas gruesas y rotundas que definían a las siluetas en la atmósfera regiomontana. Estaba experimentado por primera vez la vivencia de los maravillosos perfiles flotantes de la región más transparente del aire.
Al mismo tiempo vivía el momento preciso de la edad mítica de la arquitectura virreinal en México, cuando el barroco churrigueresco (de la pilastra estípite) se adueñó del mundo iconográfico de América Latina durante casi todo el siglo 18. Por alguna razón desconocida o por simple preferencia de los escultores indígenas y mestizos, el género barroco abandonó la tradicional voluta de columna salomónica y se inclinó decididamente por la pilastra estípite que Benito de Churriguera había empleado por vez primera cuando construyó el catafalco de la reina María Luisa de Borbón, esposa de Carlos II en 1689.
Por azares del destino, durante la época que el maestro andaluz Don Lorenzo Rodríguez (1749 a 1768), notable discípulo de Churriguera estaba construyendo los imafrontes del Sagrario de la Catedral, el ilustre religioso mallorquí Fray Junípero de la Serra realizaba los estudios en San Ildefonso para poder oficiar en las parroquias destinadas al público; por lo que a diario deambulaba frente a la Catedral y veía como el barroco churrigueresco no sólo se había apropiado de los dos altares principales de la Catedral Metropolitana, sino que ahora se extendía hacia los muros exteriores del Sagrario. Por lo que no fue extraño que se llevara ese nuevo concepto iconográfico a la región huasteca, cuando el obispado de México le confió la labor profética en esa alejada zona de la Sierra Gorda donde construyó cinco parroquias para enseñar la doctrina cristiana.
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