Memorias de Adrián de Alfonso Elizondo

“…los barrios urbanos donde vivía ya no existen, los grandiosos espacios rurales que frecuentaba se han poblado y sólo me ha quedado la inmensa alegría que generan en mi espíritu el universo privado e infinito de mis sueños…”, dice Alfonso Elizondo al inicio de su libro Las memorias de Adrián. Son textos construidos en el deambular por los días, entre las redes de la imaginación, concitada para iniciar así la obra literaria. Ubicado al oriente de Monterrey en la década de los años 40, Adrián cruza por aquellos barrios que serían recuerdo inextinguible de su niñez y su adolescencia, sostenido en el transcurrir de un mundo rural que recién llegaba a la ciudad para afrontar nuevos desafíos sociales. Un mundo de carencias en una entonces ciudad adolescente, como la llamara José Alvarado, que recibió quizás como ninguna otra ciudad mexicana la influencia de Norteamérica. Nacido en el seno de una familia de clase media, recibe las primeras letras en un colegio liberal, lo que ayudó notablemente a su formación. Ama la filosofía, la literatura, que apuró a grandes dosis desde la temprana juventud. Ingresa a las aulas universitarias: primero al bachillerato y después inicia estudios en Filosofía y Letras y de la Facultad de Ciencias Químicas. Asiduo asistente a la entonces recién creada Biblioteca “Alfonso Reyes”, conoce y se relaciona con otros jóvenes cuya pasión por la literatura y el arte los hacía confrontar sus ideas y crecer así en las lecturas y la discusión apasionada de los nuevos libros:

En esos años se consolidó la Escuela de Verano, se habilitó el Aula Magna del Colegio Civil como espacio público para la ópera y el teatro, se creó el semanario Vida Universitaria, se financiaron dos publicaciones literarias autónomas llamadas Kátharsis y Apolodionis y surgió un organismo de crítica cinematográfica con sala de exhibición encabezado por el joven cinéfilo Roberto Escamilla, quien logró traer a Monterrey a la figura del cine de habla hispana más importante de esa época: el gran director español Luis Buñuel, quien había construido el momento más hermoso del cine mexicano en toda su historia. ( “Las artes en Monterrey 50–60”, p. 33.)

Asiste al accionar de aquel grupo de universitarios de ideas liberales y de izquierda, –algunos de ellos fueron sus maestros–, que bajo la guía y la visión de Raúl Rangel Frías, construyeron el andamiaje filosófico, científico y artístico sobre el que creció una nueva Universidad de Nuevo León, Casa de Estudios aletargada desde su inicio, en 1933, por la somnolencia del oscurantismo y los ecos porfíricos del Siglo XIX.

Poco a poco, Adrián aisla sus pensamientos, descubre las voces del paisaje que le rodea y construye con sus primeros alientos el camino que al crecer lo modificará y hará llegar hasta los litorales solitarios en donde se debaten la inteligencia y el sueño de la vida.

Libro escrito con sobriedad y fácil acomodo en una síntesis expresiva, su orden nos describe primero la infancia en los barrios del oriente de la Calzada Madero, en donde el padre de Adrián tuvo un bazar, y después el de la Montera, cercano al anterior, barrio de quienes soñaban con ser toreros, y en donde Adrián descubre un diario deambular surrealista de oligofrénicos: personajes en los que la ternura deja su impronta de simpatía, donde hay notas de humor chispeante y una voz escondida entre las palabras que los retratan, a veces los estrujan, los redimen siempre, a pesar de las adversidades, las miserias y el abandono:

El primer loco del desfile era “Cando”, una versión terrenal del semidiós olímpico Sísifo, quien durante el sol ardiente del mediodía caminaba danzando hacia el poniente de la ciudad con un costal vacío que llenaba con la basura que los vecinos del barrio habían depositado en recipientes metálicos afuera de sus casas. Al mismo tiempo se detenía a ejecutar bailes patéticos y cánticos guturales indescifrables frente a las casas, con el propósito de obtener algo de comer o unas cuantas monedas de cobre que le arrojaban al piso para que se fuera.
Con las primeras sombras de la tarde “Cando” regresaba hacia el Oriente de la ciudad con trote desgarbado y entre sonidos quejumbrosos mientras derramaba en la calle todas las piezas de basura que había recogido durante su gira del mediodía, hasta que se perdía entre las sombras y carrizales de la Acequia de los Indios donde tenía su guarida nocturna. (“El Barrio de la Montera”, p. 19.)

En la última parte del texto, Elizondo habla de las regiones fronterizas de Tamaulipas que conoció de cerca: Difunto Ángel, El Quitrín, La Bandera, Guardados de Arriba y de Abajo, la Misión, Huerta del Aire, y de gentes e historias traspasadas de emoción, humor y tristeza; retratos insólitos y bien construidos:

En pleno verano llegaba sonriendo y vociferando a la cantina más concurrida de Difunto Ángel este extraño personaje donde se mezclaban la demencia pura con la gracia de un comediante de la legua. Apenas vestía un calzoncillo corto de algodón de chillantes colores con un cinturón de explorador en el que ganchaba su cantimplora llena de tequila y unas botas de cuero color café con casquillo en las puntas, como las usadas por los exploradores. Su enorme barriga y sus piernas muy blancas y de un tinte rosado quedaban al descubierto mientras sostenía en sus manos una caja llena de cervezas y pequeños trozos de hielo. (“La Guajolota”, p.55.)

Los cinco últimos relatos del libro, hablan de personajes singulares que destacaron entre todos por su picardía, su humor y por los hechos notables en sus vidas: “El Chanate”, “El Pato Viejo”, “La Guajolota”, Chuy “El Enjabonado”, Tello Mantecón y “El Manchas”. De ellos, uno de los más interesantes es Tello Mantecón, conocido actor popular de carpa en el Teatro “México” de Monterrey, de un ingenio que afloraba para estallar en la risa del auditorio con espontánea facilidad. Queda retratado para la historia en este bello pasaje.

Memorias de Adrián o de Alfonso Elizondo, nace a la luz pública por un autor que ha sabido entender el paso de la vida, ganar vuelo sereno y evocar sus recuerdos y su mundo. Su aspiración, él lo ha dicho, es llegar al entendimiento con formas coloquiales y descriptivas, a una expresión literaria que propicie sin obstáculos lingüísticos, la comunicación con los lectores. Creo que Alfonso Elizondo logrará sus propósitos. Y gracias por entregarnos este bello libro.

Alfonso Reyes Martínez

Monterrey, marzo 29 de 2014

(Imagen tomada de Internet / Derechos reservados por el autor)