Las escenas de violencia en Jerusalén, donde las autoridades impiden la circulación de árabes israelitas, los manifestantes palestinos y la policía se enfrenta dentro de la mezquita de Al-Aqusa. Mientras que los movimientos racistas deshilan por las calles son el vivo retrato de un país en tensión extrema que durante muchos años vivió el populismo.
Benjamín Netanyahu primero se escondió y luego se posicionó como el único escudo contra el caos. La convergencia de las elecciones de Palestina, las decisiones judiciales sobre las expulsiones de palestinos en Seikh Jarrah y el movimiento causado por la pandemia hicieron que el Ramadán de este año fuera muy explosivo.
A pesar de su discurso incendiario, Netanyahu nunca renunció a su promesa de prevenir una nueva Intifada y desapareció del espacio público para dar una idea de como sería Israel sin su liderazgo. Y ahora opera para que su rival Neftalí Bennett no pueda formar un nuevo gobierno y está llevando al país a su cuarta elección presidencial en dos años.
Estando en el poder desde 2009, Netanyahu masacró la democracia israelí para salvar su dinastía política. Radicalizó a la sociedad estimulando la entrada de movimientos extremistas en el Parlamento, socavó la legitimidad del sistema de partidos, saturando a la población con una sucesión de procesos electorales y secuestró a los poderes judiciales para sacarlos de sus investigaciones.