Cuando Adrián aprendió a leer en el año de 1945, la ciudad de Monterrey contaba con 130 mil habitantes y sus fronteras eran al norte la calle de Colón, al sur el bordo del Río Santa Catarina, al oriente la calle de Félix U. Gómez y al poniente la avenida Venustiano Carranza. Todas las demás áreas fuera de esa jurisdicción eran consideradas ‘colonias’ y la mayoría de ellas se habían establecido alrededor de las grandes plantas industriales productoras de cerveza, vidrio y cemento o para construir las lujosas mansiones de las familias adineradas de Monterrey en zonas cercanas al cerro del Obispado.
En todas las escuelas públicas y privadas se hacía una apología desmesurada de la actividad industrial, de la natural disposición para el trabajo de los regiomontanos, de su espíritu emprendedor y de su tendencia congénita a ser disciplinados y ahorradores. Pero nunca se mencionaban a los humanistas, a los artistas y a los intelectuales, quizá porque no eran personajes conocidos en esa época o porque quiénes controlaban los hilos del poder en la ciudad no estaban interesados en esas actividades que eran menospreciadas por la mayoría de los centros de enseñanza y desconocidas por casi todos los pobladores de la ciudad.
En esa época la mayoría de las escuelas primarias y secundarias de Monterrey no incluían la enseñanza de las artes en sus programas institucionales, sino que solo creaban una especie de impasse en el ritmo normal de la ‘verdadera’ enseñanza para que los niños y los maestros tuviesen momentos de recreo y de diversión, pero regularmente esas actividades no eran calificadas de forma oficial por los maestros. Como sucedáneo a la enseñanza de las artes, en la mayoría de las escuelas y colegios privados se habían creado los denominados ‘trabajos manuales’ que eran considerados como una alternativa laboral inmediata para quiénes no tuviesen capacidad de culminar la educación básica. Ahora pudiera parecer risible, pero en esa época las actividades manuales se determinaban de acuerdo al sexo y edad del alumno.
Además de los ‘trabajos manuales’ en los colegios privados se fomentaba la enseñanza de la religión católica y algunos deportes que provenían de los Estados Unidos, como el base ball y el basket ball. Los colegios privados laicos eran la excepción, como era el caso del Justo Sierra en el que estudiaba Adrián, donde se exaltaban los valores republicanos, el patriotismo y la disciplina militar. De manera circunstancial, durante el período de su enseñanza básica Adrián disfrutó de la enseñanza de literatura española muy avanzada en relación al resto de los centros de enseñanza que existían en la ciudad de Monterrey debido a que ese tema era la particular afición del director y propietario de ese Colegio.
En esa época, justo al terminar la Segunda Guerra, toda la literatura popular que llegaba a Monterrey eran las infames historietas ilustradas de los Paquines, La Familia Burrón, Lágrimas y Risas, Memín Pinguín, La Doctora Corazón y una frustrada revista alcahuete denominada Confidencias, más las absurdas hazañas de un luchador enmascarado enemigo de los malvados vivos y muertos, conocido como El Santo. Era tan precario el nivel cultural y de ingresos de las clases populares, que muchas familias coleccionaban las ediciones semanales, encuadernando meticulosamente aquel universo de estupideces que perjudicaron mucho al desarrollo cultural de la época. Había personas de la clase baja tan apasionadas por esas porquerías literarias que preferían dejar de comer la ración diaria para disfrutar de las nuevas historias de esos ambiguos héroes del tercer mundo.
Al patético universo cultural de Monterrey a mediados del siglo pasado lo complementaban dos traducciones al español de las revistas norteamericanas Life y Selecciones del Reader’s Digest. En ambos casos los temas seleccionados eran hipócritas y constituían una apología permanente de la clase media que surgía tras la Segunda Guerra, conocida como los ‘baby boomers’. En la casa de Adrián también se recibía una faraónica publicación de la Maestranza titulada Previsión y Seguridad, realizada por el sindicato de izquierdas de esa empresa. Por razones aún desconocidas, una publicación de prácticas de primeros auxilios y seguridad industrial contenía múltiples escenas de la Guerra Mundial y del ridículo escuadrón de aviadores que México envió a dicha Guerra.
Aunque Adrián muy pronto dio lectura a los escasos libros del acervo familiar, cuando aun no se le permitía viajar hasta donde estaba la única biblioteca pública de Monterrey en el Palacio Municipal, tuvo la gran suerte de que el director del Colegio donde estudiaba dotara a sus alumnos de una excelente biblioteca que incluía desde libros clásicos de fábulas, cuentos y aventuras infantiles hasta avanzadas obras de los grandes literatos griegos, romanos, franceses y españoles.
Aún estaba en plena adolescencia, cuando Adrián ya había leído una enorme cantidad de libros sin ninguna disciplina. Después de leer la obra completa de su ídolo Nietzsche, alternaba la lectura de Victor Hugo, con la de Tolstoi y los grandes clásicos rusos, Oscar Wilde, el maravilloso Albert Camus, Sartre, Thomas Mann, Hesse, Virginia Wolf, además de Faulkner, Mark Twain, Tennessee Wiliams, Capote, Steinbeck y otros escritores del ‘deep south’. Al mismo tiempo, su padre había instalado un biombo de madera entre su cama y la de Adrián para que su sueño nocturno no fuese interrumpido por la luz de la lámpara y el leve ruido que producían las hojas de los libros cuando eran desplazadas por los dedos de Adrián durante la noche.
Al llegar a la escuela preparatoria, Adrián tuvo la fortuna de encontrarse con varios maestros ilustrados en las artes literarias, uno de ellos era experto en los clásicos griegos, otro en la literatura francesa clásica y uno más era un profundo conocedor de los dos grandes clásicos de la modernidad: Cervantes y Shakespeare. Esto cambió por completo el orden y la metodología de Adrián para seleccionar sus lecturas, de modo que reinició su pasión literaria con las leyendas de Homero y los clásicos griegos, siguió con algunos clásicos romanos que habían permanecido alejados del poder imperial, como Virgilio y Lucrecio, se estacionó en la modernidad durante toda su vida y luego se fue a la Ilustración y a su larga secuela en toda Europa. Ahí permaneció hasta el año 2004 cuando accidentalmente topó con el fenómeno cultural y editorial de ‘la tercera cultura’ y su visión del mundo artístico y cultural cambió por completo.
Para cuando aparecieron en su vida las obras literarias de los grandes escritores mexicanos de su época como Juan Rulfo, Octavio Paz y Carlos Fuentes, el universo literario de Adrián ya había viajado por todo el mundo occidental, de modo que ninguno de ellos le satisfizo por completo. Como ha sucedido con todos los artistas de México, su mundo mitológico provenía de Europa, cuyos símbolos de poder siempre se imponían en toda la narrativa y las imágenes poéticas, pero sus visiones del mundo nunca alcanzaron una verdadera autonomía, aun cuando los mandos políticos de México en esa época promovieron ruidosamente el renacimiento de una mitología nacional pura que se denominaba ‘El México Profundo’.
En toda América Latina hubo casos similares de grandes literatos que se formaron con los símbolos y los mitos de Europa por lo que nunca dejaron de percibir la realidad desde la visión de las naciones que no fueron colonizadas. Quizá los únicos escritores latinoamericanos que escaparon a ese dominio de los símbolos del poder europeos fueron dos grandes escritores argentinos: Ernesto Sabato y Jorge Luis Borges, quiénes vivieron en una nación que no experimentó la transmisión de los símbolos del poder de las naciones colonizadas, ya que la infraestructura mitológica de sus aborígenes era casi nula. Otro evento similar sucedió entre la literatura francesa y la rusa en el siglo 19, pero a pesar de que los literatos rusos imitaron en alto grado a los franceses, al final crearon una obra muy diferente en símbolos, en contenido artístico, en valores y en su concepción del mundo.
En la década de los años cincuentas, el total de regiomontanos involucrados en las diversas expresiones del arte no alcanzaba un centenar que se dividía entre los artistas plásticos, los de teatro, los músicos y la media docena de estudiantes de literatura. No obstante, al margen de este precario movimiento cultural cuyo vórtice estaba en la Universidad de Nuevo León, permanecía el grupo de los grandes empresarios regiomontanos, quienes además de poseer el control total de la ciudad, también se consideraban dueños absolutos de la verdadera cultura realizando funciones privadas con músicos y cantantes de ópera de alto nivel internacional en teatros que rentaban para exhibir en público su vocación por las artes y su generosidad acotada al invitar solo a un grupo selecto de sus empleados.
El dominio ejercido por los grandes empresarios regiomontanos durante el siglo pasado, sobre todo cuando se apoderaron de los medios de enseñanza superior, ha traído como consecuencia básica la distorsión total del concepto de la cultura en Monterrey, al grado que se ha situado en un nivel inferior al de casi todas las poblaciones importantes de México. Desde una visión histórica de más de medio siglo, todos los artistas regiomontanos o foráneos que emigraron a Monterrey y alcanzaron un nivel alto de calidad en sus obras en los diferentes géneros del arte han tenido que emigrar hacia la ciudad de México o hacia el extranjero en busca de aceptación o por lo menos de sobrevivencia. Lo mismo ha sucedido con escritores de la talla de José Alvarado, Gabriel Said y Salvador Elizondo que con artistas plásticos como Fidias Elizondo, Julio Galán y Martha Chapa.
Adrián piensa ahora que el desastre cultural causado por la supina ignorancia y frivolidad de los grupos empresariales que dominaron a la ciudad durante gran parte del siglo 20 ya no puede remediarse, sino en todo caso conservarlo en la memoria histórica de los regiomontanos para ser evaluado por las próximas generaciones. Aún cuando el gran daño a la cultura regiomontana ya ha sido trasladado a las nuevas generaciones mediante las tecnologías modernas del ‘mass media’ televisivo y la hipermedia, siempre existirá la posibilidad de un liderazgo que no esté inspirado en la obtención de bienes materiales y la ostentación del poder, como ha sucedido con los brillantes científicos anglosajones de ‘la tercera cultura’ que ya no aceptaron entregar o vender sus grandes descubrimientos a los dueños de los poderes fácticos globales, sino que intentan difundirlos en forma gratuita a todos los ciudadanos del mundo a través de las metáforas de sus narrativas y de sus novelas.
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