Adrián había nacido en un pueblo cercano al mar, con un clima tropical permanente, por lo que no se explicaba la enorme alegría que sentía cuando viajaba a lugares montañosos y fríos. Le encantaba el aire delgado de las altas mesetas que pacificaba sus instintos fogosos y le permitía disfrutar sus sueños y sus fantasías.

Por eso, cuando lo invitaron a una expedición geológica a la Sierra Fría, ni siquiera lo pensó, cuando de pronto ya estaba sentado sonriente y excitado en el asiento de madera de un viejo camión que lo llevaría a un pueblito situado en la falda de la montaña, para de ahí subir a lomo de mula hasta una meseta que estaba al pie de los puertos más altos de la cordillera.

Andaba tan entusiasmado que ni se acordó de despedirse de su novia, ni se percató que no había puesto ropa de invierno en su maleta, no había empacado provisiones y ni siquiera llevaba suficiente dinero para comprarlas. Le habían dicho que en la Villanueva llegarían a una vieja pensión donde los estarían esperando unos mineros con las mulas y caballos listos para marchar de inmediato.

A pesar de que era pleno mediodía cuando llegó y aún sentía el sudor bajo su ropa, muy pronto se enfriaba con el viento frió y le producía una especie de escalofrío delicioso que nunca había experimentado en la tierra caliente donde había nacido. Apenas iba subiendo por la suave pendiente y la atmósfera se llenaba de una luz enceguecedora que no le permitía ver, sino haciendo visera con la mano y entrecerrando los párpados.

Ya habían entrado en las cañadas de la sierra y veía como los perfiles de los riscos bailaban en el cielo profundamente azul. Había una luminiscencia en las siluetas de los hombres y de las bestias de carga que iban flotando en el aire. Así fue como Adrián conoció por primera vez la luz indescriptible de la alta meseta. Se detuvo un momento para echar una mirada de despedida hacia los planos del valle y sintió como la sangre le golpeaba aceleradamente en las sienes.

Los mineros que habían traído los equinos desde la Huerta del Aire iban cabestreándolos suavemente, caminando por delante con un paso ligero que parecía que no tocaba la tierra.

– Para media tarde llegaremos a la Ciénega de Mastrantos, dijo Mardoquio, ahí cargaremos agua porque ya no habrá en todo el camino hasta llegar a la Huerta.

Adrián no sabía montar a caballo y pronto se sintió adolorido, por lo que decidió bajarse y continuar a pie. Se quedó callado cuando los rancheros le dijeron que era mejor que caminara, no por los dolores que sufría, sino porque golpeteaba a destiempo en la montura y podría causar mataduras a las bestias.

Al salir de las cañadas y ya de frente a una meseta, Adrián sintió de nuevo la conspiración de luz blanca que le había asaltado al iniciar el ascenso. Se detuvo deslumbrado por el campo amarillo cubierto de girasoles, mientras resonaba en el aire delgado el chasquido de una parvada de codornices que iniciaba el vuelo.

Luego, un silencio presagioso que llegaba hasta los huesos. Los mineros con su cabalgaduras se habían alejado mucho y Adrián permanecía embelesado. A lo lejos veía como flotaban las siluetas oscuras de los mineros sobre la mancha gualda de los girasoles irisados por la luz de la meseta metafísica.

Se sentó en una roca y cerrando los ojos sentía que se podía asomar al pasado inmediato de su vida en el trópico, donde el aire era denso y abigarrado de aromas. Veía a su novia semidesnuda y recortada su silueta morena por gruesas líneas oscuras que allá abajo no bailaba en el aire como en la meseta gualda.

Bajo su ropa escasa descubría su piel oscura y ardiente. El se acercaba y besaba sus pechos llenos de fiebre que le quemaban al hacer contacto con sus labios. Cuando despertó con una racha de aire más frío se percató que sus compañeros se habían alejado y ya no se alcanzaban a ver en el horizonte.

Poco a poco se desperezó, estirando lentamente sus piernas y brazos, se trepó a lo más alto de la roca donde se había dormido y se quedó con la vista clavada en el límite del Valle de los Girasoles. Después supo que de la Ciénega de Mastrantos, había pasado a Palomas Viejas y que el lugar donde durmió por unos minutos era conocido como el Rincón de la Carne.

A lo lejos, el camino ondulaba hasta perderse en una pandura de la sierra muy cercana a la cumbre. Ahí, en el camino que va de la cañada oscura al Puerto de Lilas está la Huerta del Aire. Adrián bajó de la roca y aspirando una bocanada de aire ligerísimo reinició su marcha. Cuando aún quedaban unos cuantos rayos de luz descubrió flotando en la penumbra a una docena de casas de adobe dentro de un huerto de manzanos.

En la entrada de la aldea estaba un anciano sentado en una gran roca de basalto a la orilla del estrecho camino. Con voz cascada pero imperativa se dirigió al jefe de los mineros y le dijo que no olvidara dejar sueltas a las mulas cuando bajaran la carga para que defendieran a las cabras y a las gallinas del rancho, ya que el frió acabó con todo en la Puerta de Lilas y esa noche los lobos intentarían entrar a los corrales de la Huerta del aire en busca de alimento.

Después de cenar, los mineros llamaron a Adrián al centro del patio donde estaba el anciano que gobernaba la villa sentado alrededor de un gran fuego con un viejo fusil corto de caballería en sus manos y dirigiéndose a Adrián le preguntó si le podría prestar por esa noche su excelente rifle con mira telescópica, ya que tratarían de subir hasta la Puerta de Lilas con sólo dos rifles viejos y algunos tambores para echar a los lobos hacia el otro lado de la sierra.

Esa noche Adrián durmió plácidamente, soñando que tenía entre sus manos el cuerpo ardiente de su amada en medio del aire helado de la alta meseta, a pesar de que retumbaba el eco de los tambores que llevaron los rancheros de la Huerta del Aire para espantar a los lobos hambrientos de la montaña.

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