Había decidido detener mi tráfago insulso, sin principio ni fin que me había envuelto como una telaraña indescifrable y me iba ahogando suave pero inexorablemente. Deseaba recapitular mi vida pasada sin sobresaltos y sin angustias. Sentía que era el momento de hacer un alto solemne en el camino y reconsiderar lo andado. Me sentía agobiado y hacía mucho tiempo que no sabía ni porqué caminaba o corría día tras día. Mi propia cara vista en el espejo cada mañana me parecía más desolada y más fría.

Y llegó por fin ese día. Me salí de mi casa y de mi tierra. Viajé largos días sin rumbo, caminando por los montes y los campos verdes y gualdos. Podía sentir día tras día mi cuerpo más ligero y ágil. Mi mente volaba también de un sueño a otro. Me sentía rejuvenecer y aunque comía poco o nada, me sentía más vigoroso, como si el aire de otros pueblos revitalizara mi sangre. Seguí vagando semanas o meses, sin permanecer más de un par de días en cada pueblo. Rehuía todas las conversaciones y sólo hablaba lo estrictamente necesario para seguir viajando.

De vez en cuando lanzaba mi mente hacia el pasado y podía verme a mí mismo buscando el sustento y cuidando a mis cachorros. Los veía reír y brincar, mientras los vigilaba sin aprensiones. Podía sentirme sin asechanzas y sin angustias. Mi pasado era sólo una sarta de imágenes difusas que podía convocar casi a mi antojo. De modo que después de los largos días de viaje me sentaba a reposar y entornando los ojos en la nada recorría algunos momentos de mi vida pasada que me alegraban y me hacían sonreír en mi soledad.

Me maravillaba cuando veía mi cara de niño, con los ojos redondos y vivaces hurgando en todos los oscuros rincones de la vieja casa paterna y dentro de los cajones de los enormes roperos que guardaban objetos extraños e inútiles. Me veía construyendo faraónicos carros de ferrocarril y siluetas de cerros regiomontanos acomodando unas sobre otras a las brillantes corcholatas tiradas en el piso del bar contiguo a mi casa, cuando aún estaban olorosas a cerveza.

Podía percibir el miedo y el placer entremezclados que me producía el asomarme a las casas de pesadas cortinas de brocado que mostraban el cintilar rojizo de sus lámparas y veladoras encendidas entre las rendijas de sus ventanales. Conforme fue pasando el tiempo, mis visiones retrospectivas se fueron clarificando, al grado que sentía estar viviendo el presente, con imágenes claras y diáfanas. Casi podía percibir los diálogos completos de aquellos seres lejanos o difuntos del pasado y aún cuando me turbaban al principio, todo se volvía tan natural que hasta los aromas antañones del bazar en que viví mi infancia surgían de nuevo tan virulentos que cortaban mi ensueño y me volvían al presente.

Llegué a convertirme en un adicto casi permanente del ensueño, de modo que al cabo de un tiempo mis horas de vigilia eran tan pocas que apenas si podía comer y dormir. Había dejado de viajar y vivía en una casa pequeña apartada de un pueblito, con un huerto bellísimo de árboles susurrantes y flores silenciosas.

Durante uno de mis ensueños matutinos me encontré de pronto con la hermosa adolescente de quién me prendé por vez primera. Aquel capítulo empolvado renacía y cobraba fuerza día con día. La veía llegar al dintel de una vieja puerta de encino como si fuera una reina de las estrellas. Solo un leve rubor le daba dimensión humana.

Me enamoré de nuevo sin poder decírselo, como sucedió la primera vez. Aunque sabía que era un sueño no me importaba y todos los días volaba en el sueño a buscarla. Apenas entornaba los ojos cuando aparecía vestida de plata. Su risa permeaba mi piel e iba invadiendo dulcemente cada una de las telas de mi alma.

Me había olvidado de mi propia persona, ya que cuando trataba de verme en el sueño sólo podía ver a un joven hechizado que apenas balbuceaba unos cuantos monosílabos ininteligibles. Mi dicha aumentaba al poder verla sin que ella se percatara de mi presencia. Temía que al verse me opacaría su resplandor. Luego caminaba con un paso suave que hacía ondular levemente su cuerpo, mientras yo regresaba al presente en medio de un tumulto de escalofríos agobiantes.

Un día por la mañana, cuando me disponía a cerrar los ojos e invocar el sueño de mi amada pude observar que mi huerto estaba convertido en una jungla inextricable y apenas se filtraba un solecito tímido entre las tupidas ramazones de los ébanos y los encinos. Me arrellané en el sillón de madera y entrecerré los ojos como siempre. Mi amada no aparecía y yo la buscaba afanosamente en mi sueño.

El día fue transcurriendo en medio de mi total desesperación. Pronto llegó la noche y mi angustia crecía. Me venció el sueño casi en la madrugada y el frío sereno de la mañana me despertó cuando estaba temblando y sobresaltado. Caminé tambaleante hacia la casa vacía. En unos minutos llené mi maleta de cosas inútiles y me salí de nuevo a viajar sin rumbo.

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