No existía nada más emocionante en la vida del joven Adrián que la improvisación de un viaje hacia cualquier lugar desconocido, sin importar su costo o lejanía. Desde su más tierna adolescencia siempre buscaba una excusa para desaparecerse de la casa familiar y emprender un viaje sin rumbo específico, sólo con la idea de encontrar nuevos escenarios naturales, otros espacios arquitectónicos y personas diferentes a las que frecuentaba en Monterrey. Además de los rancheros que conocía de las visitas semanales recíprocas con sus familiares de los pueblos cercanos y en las múltiples andanzas por las zonas rurales de Nuevo León a donde acompañaba a una tía suya que administraba las propiedades de la familia paterna.

Las prolongadas vivencias de Adrián en las campiñas aledañas a Monterrey, donde experimentó la vida real de los campesinos que administraban y cuidaban al ganado vacuno proveedor de la carne y los lácteos de la ciudad le habían desarrollado una equilibrada mezcla de serenidad y cautela ante los animales domésticos que le permitía convivir en sus espacios en plena armonía e inclusive recibiendo una buena dosis de alegría que subsistía por largo tiempo después de los períodos de convivencia en el campo y en las veredas que conducían a los aguajes y a los corrales.

Pero las experiencias más hermosas de sus viajes infantiles y de sus años de pubertad fueron en los agostaderos, cuando los cálidos y secos veranos de las regiones situadas al noreste de Monterrey obligaban a los campesinos que carecían de agua y de forrajes de reserva a enviar a sus reses a las estribaciones del Cerro de la Silla, donde se conservaban algunos pastizales y aguajes que les permitían subsistir hasta que aparecían las primeras lluvias de temporada hacia mediados del mes de Septiembre. Era maravillosa la experiencia de llamarlas con voces atipladas que pronto lograban identificar y después arrearlas hacia los planos emitiendo sonidos amigables para regresarlas al campo abierto o temporales donde habían renacido las plantas que las alimentaban.

Toda la vida de Adrián cobraba significado cuando regresaba al rancho con la manada de reses medio muertas de hambre y de soledad. Creía entender sus mugidos de alegría y sus expresivos movimientos corporales, mientras imaginaba que cada uno de los pobladores del ranchito lo estaban observando con miradas amables por las puertas y ventanas de las casas que permanecían totalmente abiertas durante el día y la noche de los ardientes veranos. Pero antes de llevar las reses al corral o a los temporales, las conducía lentamente al arroyo para que saciaran la sed causada por la larga caminata desde el cerro.

Durante un período de vacaciones de Semana Santa, cuando el púber Adrián estaba viviendo en la casa de un mediero de su tía Benita, éste le despertó poco antes de la madrugada, haciendo señal con el dedo índice en su boca para que no hablase en voz alta y pudiese despertar al resto de la familia. Le dijo que llenara su guaje con agua fresca de la noria y que cargara su machete por ‘si se ofrecía´. Emilio empezó a caminar con su trote ligero que parecía no tocar el suelo, mientras, con voz entrecortada por el esfuerzo físico le explicaba a Adrián que durante la noche había escapado un toro semental muy bravo del corral de su casa, destrozando la puerta de varengas de encino para tratar deregresar a su lugar de origen en un rancho vecino.

El fogoso ´toro gateado´ había sido adquirido por su tía para incrementar la rentable cruza de ganado que tenía en ese rancho, pero en su huída violenta hacia el vecino ‘Rancho Viejo’ no tuvo la cortesía de seguir los caminos y veredas existentes, sino que cortó atajos a través de los ranchos vecinos, arrastrando falsetes con sus cercas de alambre de púas y pasando sobre las labores y corrales de los campesinos que estaban en la línea recta exacta que le señalaba su instinto infalible como el camino más corto entre el rancho de Emilio y su lugar de origen en el ´Rancho Viejo’. La idea de Emilio era capturar al ‘Gateado’ para devolverlo a los corrales, atarlo con un par de fuertes sogas y regresar a la travesía donde había causado daños y negociar una solución con sus vecinos.

La persecución y captura del ‘toro gateado’ resultó relativamente fácil para Emilio, ya que una enorme jauría de perros del Rancho Viejo lo tenía sitiado y acosado a la entrada del rancho. De modo que cuando llegó Emilio con Adrián, no batalló para lazarlo y jalarlo lejos de la jauría, mientras Adrián cooperaba lanzando piedras y gritos a los perros. Aunque el animal jadeaba, bramaba y parecía escarbar tierra con sus pezuñas, obedeció sin réplica a los jalones que le daba Emilio con la cuerda hasta conducirlo a la entrada de sus corrales.

Pero justo una decenas de metros antes de entrar en el rancho, Emilio cedió la punta de la cuerda a Adrián, quién con un poco de temor la tomó en su manos y encabezó la entrada triunfal del toro descarriado. Aunque el evento no fue celebrado por los pocos rancheros que se enteraron de la huída y destrozos del ‘Gateado’, Adrián alcanzó uno de los momentos más felices de su vida, aunque bien sabía que Emilio era quién había dominado al temible burel, no había percibido ninguna agresión contra él cuando Emilio le cedió la cuerda del cabestro.

Ese día por la tarde, cuando el padre de Emilio se acercó a la casa para cenar y contemplar el atardecer por arriba de la milpa, mientras fumaba su cigarrillo de hoja le dijo sonriendo a Adrián: ya me contó Emilio que no te culeaste ni tantito, cuando el toro volteó a verte con la reata en tus manos.

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