Cada día me resulta más difícil comprender que siempre he vivido dentro de una dualidad ética realizando al mismo tiempo acciones de alta conciencia moral, como otras que definitivamente han sido despreciables desde cualquier visión axiológica. Conforme he intentado realizar esa evaluación crítica de mi existencia, he podido observar una especie de evolución positiva durante el paso de los años. En la época de mi adolescencia y de mi juventud casi nunca realizaba acciones que estuviesen dirigidas a beneficiar a terceras personas, sino que toda mi vida era una constante exultación de mi persona y del universo estético y filosófico donde me había instalado. En muy pocas ocasiones, o nunca, dejaba de pensar en mí mismo y en el maravilloso mundo onírico que me rodeaba.
Durante el período de mi juventud, aún después de muchos años de casado y de haber procreado una familia de cuatro hijos varones, esa condición de individualismo feroz y de egoísmo no cambió mucho. Aunque dedicaba todo mi esfuerzo laboral para proporcionar buenas condiciones de vida material a mi familia, el centro de mi vida espiritual seguía siendo mi persona. No puedo negar que sentía un gran amor por mis hijos y por mi esposa, buscando siempre llevarlos a sitios hermosos y recónditos que a mí me fascinaban, así como intentaba interesarlos en la vida ilustrada y humanista que siempre había cultivado desde mi infancia, pero en el fondo anhelaba que sus vidas fueran como la mía, más no había tomado en cuenta sus diferentes genes, memes e intereses, ni había pensado, como ahora, en que lo primordial en la vida del ser humano es permanecer alegre y fiel a sus sueños personales.
Por desgracia no me percaté de ese craso error de mi vida y la de mi familia hasta que llegué a los cincuenta años de edad. Hasta entonces me di cuenta de la existencia de otros seres humanos que ni siquiera habían tenido la oportunidad de vivir bajo techo, de alimentarse a diario, de protegerse del frío y calor extremos, de contar con servicios médicos y sanitarios, de asistir a la escuela pública para alfabetizarse, ya que ni siquiera se consideraban a la misma altura de sus semejantes que no vivían en condiciones tan precarias, sobreviviendo en condiciones de marginación social sin poder alcanzar el mínimo de satisfactores materiales y de dignidad que requiere la vida de cualquier ser humano.
Mi temprano descubrimiento de las múltiples manifestaciones de la estética y mi precocidad en la búsqueda de los enigmas metafísicos me mantuvieron alejado de la realidad social y cultural de mi nación, pensando que mis labores de investigación en el campo de la arquitectura, de la plástica y de las actividades literarias habían fortalecido la parte espiritual de mi existencia y me permitían tener un buen concepto de mi mismo. Confieso que fueron elementos aleatorios los que finalmente transformaron mi vida megalómana y me llevaron a conocer la existencia de un sector de la sociedad mexicana que siempre ha sido menospreciada por la clase media y alta, mientras los dirigentes políticos lo ha utilizado como justificación de todas sus fechorías y atracos a las instituciones y a las arcas públicas.
Después de un poco más de una decena de años de participar activamente en la formación y la divulgación de una fuerza política de izquierdas que pretendía rescatar de la miseria a las clases populares, pude entender que el fondo del problema de marginación en México obedece a un grave defecto en la mente colectiva de los mexicanos, cuya gran mayoría piensa no tener la capacidad mental para diseñar sus propios mandos políticos y económicos institucionales y siempre ha tenido que recurrir a diseños de otros países de ‘etnias superiores’ para crear su propia infraestructura política, económica, educativa, sanitaria y de cultura en general. Al grado de que nunca ha tenido instituciones de desarrollo científico, educacional, jurídico, militar o de inteligencia cuyas ideas no provengan de otras naciones.
Estas múltiples e inesperadas vivencias en el complejo campo de la actividad política contingente me hicieron reflexionar sobre lo inútil que resulta el individualismo egoísta tanto en la vida social como en la particular y la necesidad, siempre presente, de una vida espiritual donde los demás individuos y no solo tu propia persona sean los motivadores de nuestra lucha diaria y de los sueños que hemos tenido durante toda la vida. Ahora mismo intento, con un grupo de amigos, dedicar gran parte de mi vida diaria a convencer a la sociedad en donde vivo que la actividad política y espiritual más importante en el presente es la de lograr que los grandes desarrollos tecnológicos en todos los campos de la ciencia y las humanidades sean trasmitidos al sistema político en funciones, al margen de cualquier ideología, mito religioso o particular visión del mundo. Asimismo, la de promover el desarrollo de las artes y las artesanías que provienen de nuestras etnias aborígenes y profundizar en la maravillosa historia y cosmogonía de los indígenas que fundaron Mesoamérica.
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