Desde la primera infancia de Adrián, cuando todavía no asistía a la Escuela Primaria y vivía en el bazar de su padre por La Calzada Madero su vida era manipulada por un manto invisible de los poderes reales de esa época. Todos los días, a la hora del mediodía, su padre recibía un ejemplar de ‘The Laredo Times´, un periódico impreso en Laredo, Texas con muchos anuncios del comercio de esa localidad y unas cuantas noticias acerca de lo que sucedía en el resto del mundo, cuando aún no se resolvían los conflictos bélicos de la Segunda Guerra Mundial. Después de la comida a las 12 en punto del mediodía, su padre observaba la página principal durante unos minutos, doblaba de nuevo el periódico en la misma forma en que lo recibía y lo introducía en el sobre de papel manila en donde venía desde Laredo. Luego lo colocaba sobre una mesita circular con chapa de raíz de nogal que a pesar de ser mercancía para su venta en el bazar, su madre nunca lo permitió y la llevó consigo a su nueva casa habitación en el año de 1950.
Ya por la tarde, a la hora de la merienda, el padre de Adrián releía la página principal del periódico y hurgaba rápidamente en las páginas interiores, donde estaban los muebles de casa y los equivalentes a los productos que el vendía en el bazar, como trasteros, vitrinas, roperos, mesas de comedor, sillas, mecedoras, camas con tambores hechos de alambre tejido y tensado en forma manual, más sus respaldos de madera o de latón, estufas de gas, petróleo o carbón, lavadoras mecánicas, refrigeradores sin compresor, fonógrafos, victrolas y planchas de ropa de todo tipo, molinos manuales de nixtamal y de café, más gran variedad de artículos utilizados para la limpieza personal, desde los lavamanos con cubierta cerámica y sofisticados atriles con sus jarrones igualmente afrancesados hasta los más sencillos de cerámica blanca.
En el bazar ‘El Fogonazo’ existían además muchos artefactos que ya no son conocidos entre las herramientas utilizadas en las residencias actuales, como los metates y molcajetes de piedra volcánica utilizados para moler nixtamal, chocolate, salsas y moles, el tradicional banquito de madera de encino donde se machacaba la carne seca, con un martillo metálico, más todas las herramientas para preparar la ropa de cama y cardar la lana de borrego utilizada para rellenar las colchas de invierno. También se vendían en el bazar calentadores eléctricos, de gas y de carbón o leña, cuando los ‘boilers’ sólo existían en las residencias de las familias ricas que los importaban de los Estados Unidos.
Cuando aparecían las primeras sombras de la noche, el papá de Adrián procedía a guardar en su casa todos los productos que exhibía en la amplia banqueta que estaba frente a su casa, mientras ataba en conjunto a los que no podía mover por su gran tamaño o peso. Entonces apagaba todas las luces de la casa, con excepción del enorme foco que pendía del techo de vigas de madera en el centro de la recámara, donde dormía toda la familia y se sentaba en un viejo sillón que estaba junto a un enorme radio con gabinete de caoba para escuchar las noticias de los Estados Unidos en cualquiera de las estaciones de radio de onda corta que se escuchaban en Monterrey durante los años cuarentas.
Mientras Adrián y sus hermanas escuchaban las narraciones de su madre sobre sus avatares infantiles que sufrió en su casa paterna durante el prolongado período de la guerra civil conocida como Revolución, además de algunas historias bíblicas aderezadas por su profundo marianismo; su padre bajaba el volumen del radio y acercaba su oído para poder escuchar, procurando que las ruidosas transmisiones radiales, salpicadas de infinidad de sonidos agudos e intermitentes no modificaran el período de descanso nocturno de sus hijos que se iniciaba cerca de las 10 de la noche y se prolongaba hasta las siete de la mañana del día siguiente.
Cuando Adrián preguntaba a su padre por el significado de alguna palabra en inglés o de cualquier evento político o bélico, su respuesta siempre era evasiva o disuasiva, ya que según su padre, los americanos eran seres superiores que estaban muy avanzados en todos los aspectos domésticos, políticos y culturales, con relación a los mexicanos, por lo que sus inventos, sus ideas políticas y su concepción del mundo estaban reservados para los adultos que tenían cierta madurez intelectual. Luego ponderaba la proclividad de los americanos por el trabajo, el ahorro y la disciplina, considerándolos como una nación ejemplar que debía dirigir los destinos de todas las naciones del mundo. Quizá por eso sus escasas amistades eran personas bilingües o quienes podían dialogar en inglés, aunque fuera con la versión híbrida del tex-mex utilizada por los pochos.
Casi enfrente del bazar ‘El Fogonazo’ estaba la mansión de una de las familias más ricas de Monterrey en aquella época, cuyo frente hacia la Calzada Madero recreaba a los palacios que construyeron los ricos algodoneros del ‘deep south’ norteamericano durante su período de auge anterior a la liberación de los esclavos por Abraham Lincoln. Uno de los propietarios de esa mansión llegaba casi al anochecer hasta la puerta de la cochera, operando con suavidad el claxon de su flamante Packard, para que uno de sus mozos acudiera presuroso a abrir el portón de rejas metálicas blancas y el elegante individuo, de gran estatura y vistiendo un traje de lino en color blanco, corbata de moño negro y sombrero de carrete, descendiera del vehículo y agradeciera al mozo con diversas frases en inglés que Adrián escuchaba claramente y de inmediato preguntaba el significado a su padre.
Cuando Adrián inició sus estudios en el primer colegio laico de Monterrey, las invisibles pero nefastas enseñanzas fascistas y xenófobas de su padre fueron totalmente clarificadas y desechadas debido a las políticas – aparentemente paradójicas – del director de ese Colegio, cuya profunda cultura histórica le había generado un odio hacia el mayor enemigo en la historia de México que le había robado más de la mitad de su territorio, mientras que por otra parte impulsaba a sus alumnos a aprender el lenguaje de los americanos, ya que percibía con claridad la larga duración del dominio sobre México. ‘Necesitan hablar el idioma de los poderosos para que puedan negociar con ellos y aligerar el peso de su dominio. No sé durante cuantos años más.’ comentaba a sus discípulos durante sus brillantes cátedras el profesor Sigifredo H. Rodríguez.
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