Los domingos por la mañana, desde muy temprano, Isidro, el hijo adoptivo de un viejo cantinero de Difunto Angel corría para bañarse y vestirse con sus mejores galas. Reluciente de limpio se sentaba en un banquito de cemento ubicado en una esquina a la entrada del pueblo en la que se había improvisado una parada de autobuses, donde eventualmente subían o bajaban los habitantes del poblado y de las rancherías aledañas.

Era el inicio del invierno y un vientecillo ligeramente frío le había permitido vestirse con una chamarrita de lana con un tono de rojo fosforescente de las que se vendían a mitad de precio apenas al principio del invierno por ser inventarios no realizados durante los dos años anteriores en la única tienda de artículos de vestir que existía en el pueblo allende la frontera de Difunto Angel. De todos modos Isidro se sentía ilusionado y se había puesto una corbata color negro que provenía del uniforme oficial de su escuela secundaria.

Isidro quería y respetaba a sus padres adoptivos, aunque nunca le habían confesado su condición real de niño abandonado y le utilizaban en las labores domésticas más sucias y denigrantes, como atender a los puercos que tenían en el traspatio de la casa, el aseo de calzado de sus familiares y de los parroquianos del bar, más la limpieza constante de los sanitarios de la casa y de la cantina. Sus compañeros de escuela se solazaban de su candidez y diligencia, mientras lo convencían de la acendrada justicia paternal al adjudicarle esas labores en función de la oscura pigmentación de su piel.

Pero el motivo real de asistir cada domingo a la esquina donde paraban los autobuses regionales era una historia sobre sus padres verdaderos que había escuchado en los corrillos de feligreses que chismeaban sin parar después de las misas dominicales donde había sido monaguillo desde su primera infancia. En esa historia se mencionaba que su madre había muerto cuando él nació y su padre, que era un chofer de autobús foráneo, lo vio tan feo y con la piel tan obscura que decidió dejarlo abandonado en la vía pública, justo en el exterior del bar de su padre actual.

A sus doce años de edad, Isidro aún pensaba que su padre verdadero lo reconocería al verlo y lo invitaría a vivir con él, ya no tendría que realizar labores tan escatológicas y dejaría de recibir las burlas constantes de sus compañeros de escuela. En su pequeña mochila escolar había acomodado su precaria vestimenta y pensaba que su padre verdadero lo aceptaría y se lo llevaría del pueblo de inmediato. La reiterada presencia de Isidro en la estación de autobuses durante los domingos era del conocimiento de todos los pobladores de Difunto Angel y poco tiempo después, todos los conductores de autobuses que llegaban al pueblo también conocían el motivo de la presencia sonriente de Isidro, por lo que le prodigaban un alegre saludo cargado de sana conmiseración. Eso lo inspiraba y le hacía sentir más cercano el día de su liberación.

Así transcurrieron varios años e Isidro no desistía de su propósito dominical, hasta que un día pasó por la estación del pueblo un viandante a quien el chofer del camión de pasajeros le había contado la historia del joven de piel oscura. El pasajero descendió del autobús y le pidió a Isidro que le acompañase hasta la ciudad de Monterrey donde él vivía. Como el pasajero tenía la piel tan oscura como Isidro, fácilmente le convenció de que él era su padre verdadero quien lo había abandonado, pero que había conocido su historia y decidió llevarlo a vivir con él. Con una sonrisa interminable que se acentuaba con el contraste de la piel oscura, Isidro se fue a vivir a Monterrey con su nuevo padre adoptivo a quién le llamaban ‘El Cuervo’ por el oscuro color de su piel.

El Cuervo le enseñó en poco tiempo su profesión de mecánico electricista al joven Isidro, además que le confesó no ser su padre biológico, sino que su permanente sonrisa y su historia de abandono le habían recordado su propia historia, por lo que tomó la decisión de llevarlo a vivir con él. Ahora ambos trabajan juntos en el mantenimiento de instituciones públicas y nadie abriga la menor duda sobre la paternidad biológica de ‘El Cuervo’.

Ocasionalmente Isidro regresa a su pueblo nativo para saludar a sus primeros padres adoptivos quienes le piden bolear los zapatos de sus hermanos de piel blanca y de algunos parroquianos de la cantina quienes le comentan que sus padres vendieron a los marranos al no encontrar a nadie que los atendiera en todo el pueblo.

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