Nada me parecía más hermoso que recostarme en la hierba boca arriba y sostener mi nuca con las manos entrelazadas, mientras veía discurrir toda la caótica vida del cielo regiomontano durante los atardeceres lilas y magentas del verano. Durante mi infancia y la edad adolescente no existían aún las historias en mi mente y mi única realidad estaba poblada de sueños plácidos. Cuando oscurecía, entraba en mi casa y me sentaba en el suelo de cemento. Reclinado contra la pared tapaba mis ojos con las manos y los oprimía suavemente para ir generando infinidad de luces brillantes y opacas que se desplazaban sin rumbo en un cielo color de aceituna negra.

Todas las historias familiares y las que surgían de la cerrada sociedad donde vivía eran pronto olvidadas sin dejar la menor huella en mi vida. Incluso las anécdotas de hechos cruentos y cercanos a mi hogar las desechaba con rapidez, inducido por la natural tendencia de todos mis contemporáneos de origen rural a convertirlos en deliciosas canciones populares o en comedias del teatro de la legua. Mi madre se la pasaba cantando a todas horas y la única tonada triste que logré escucharle era la ‘canción mixteca’, donde un emigrante lamenta estar en el extranjero, ya que una ‘inmensa nostalgia abriga su pensamiento’, mientras nada sucedía con quienes viajaban como turistas de primera clase.

Dentro de una extraña sociedad donde predominaban los criterios de una vida llena de prohibiciones, de complejas liturgias, de ahorro sistemático y de apologética del trabajo no intelectual, ni artístico, mi vida púber pronto cayó en una profunda crisis existencial, ya que mis viejos sueños de nubes y de fosfenos estaban siendo desplazados por las náyades de carne y hueso, por los espacios de la arquitectura, por las artes plásticas, por la literatura y por todos los elementos del arte y la filosofía, totalmente ajenos a la concepción del mundo de los regiomontanos de mediados del siglo pasado o por lo menos de quienes los lideraban.

En la época de mi juventud abundaban las historias negras sobre los grandes capitalistas regiomontanos. Se difundían y luego se ocultaban las historias de los fundadores de la primer acería regiomontana que nunca fueron capaces de hacerla funcionar hasta que la cedieron a un inversionista español quién la llevó a la ruina de forma definitiva. También se refería la historia de la familia Garza Sada, cuyo padre Isaac Garza se apoderó de la primer gran cervecería regiomontana, eliminando físicamente a los alemanes que trajeron la fórmula original y despojando de gran parte de sus acciones a José Calderón, su principal accionista

Abundaban todo tipo de historias cruentas y de luchas hacia el interior de las familias adineradas de Monterrey, mientras se menospreciaban todos los acontecimientos relacionados con la vida artística, intelectual y política de la sociedad regiomontana y nacional. Quizá la historia que más ilustra acerca de la precaria vida moral e intelectual de la élite de familias millonarias regiomontanas de esas épocas fue la creación de la famosa ‘Ciudad de los Niños’, donde se albergaban y se ocultaban a los hijos de las familias ricas que eran concebidos fuera de matrimonio. Como fueron mis contemporáneos, en la escuela secundaria alcancé a tener tratos con algunos de ellos que poseían excelentes cualidades artísticas e intelectuales.

El inicio, operación y desaparición de la ‘Ciudad de los Niños’ es una anécdota increíble en la historia de Monterrey que por razones obvias ha sido ocultada a través de los años, aún cuando en su época se convirtió en la delicia de quienes asistíamos al teatro de la legua, donde sus personajes, encabezados por el controvertido ‘Padre Alvarez’ eran el material idóneo para condenar la condición hipócrita y licenciosa, tanto de algunos millonarios regiomontanos de esa época, como de las autoridades laicas y eclesiales.

En una de las anécdotas del gran cómico regiomontano Tello Mantecón, aparecía el Padre Alvarez llegando al cielo frente a San Pedro en medio de trompetas y luces artificiales. San Pedro le preguntaba al ilustre párroco sobre las obras realizadas durante su vida y cuando decía que era el ‘Padre Alvarez’, fundador de la Ciudad de los Niños, San Pedro pedía que de inmediato se abrieran las ‘puertas de la gloria’ dando triunfal entrada al párroco. Justo después de él aparecía Tello Mantecón, llevando a una pequeña vedete montada sobre sus espaldas. Un San Pedro que no aguantaba la risa pedía su identificación a Tello, quien respondía que él solo cargaba las maletas del Padre Alvarez.

Al margen del escarnio y la crítica del sector popular regiomontano hacia este siniestro personaje, nunca se conocieron los nombres de los filántropos regiomontanos que subsidiaron esta grotesca obra social, como tampoco se supo jamás el paradero de las niñas engendradas fuera de matrimonio por los magnates regiomontanos de esa época. Funcionarios públicos, autoridades eclesiales, prensa escrita y radio siempre permanecieron callados.

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