El Colegio Justo Sierra había sido creado por el profesor Sigifredo H. Rodríguez, un extraño y culto personaje nativo del municipio de Montemorelos, quien poseía una amplia ilustración autodidacta en el campo de la literatura española, particularmente del período de formación del idioma español, además de una profunda inclinación por la democracia republicana y la primitiva educación secular que se había derivado de la reforma juarista. Por esa razón creó el primer colegio laico en la ciudad de Monterrey, tratando de simular una ‘república escolar’ donde cada uno de los salones de clase tenía el nombre y el escudo de un estado de la República Mexicana, además de una bandera mexicana en su sección frontal, mientras en las paredes laterales se acumulaban viejas ilustraciones de sus personajes más distinguidos y breves reseñas de los hechos históricos más relevantes.
Uno de los hechos más sorprendentes de las enseñanzas que Adrián recibió en el Colegio Justo Sierra era la vocación nacionalista y libertaria de su Director quién consideraba el día 2 de febrero como el día más nefasto del calendario mexicano, ya que celebraba la firma del tratado de Guadalupe en 1848, cuando México perdió poco más de la mitad de su territorio frente al gobierno de los Estados Unidos, con la ayuda del presidente traidor Antonio López de Santana. Estos hechos históricos, totalmente reales no se divulgaban en ninguna de las escuelas laicas del gobierno y mucho menos se conocían en los colegios privados confesionales. Cuando se llegaba dicha ocasión, el director Sigifredo colocaba la bandera mexicana a media asta mientras que solicitaba a la pequeña banda militar del Colegio entonar una marcha fúnebre. No obstante el sutil reclamo que hacía el profesor Rodríguez a los vecinos norteamericanos, el Colegio Justo Sierra implementó la enseñanza del inglés desde los primeros años de la escuela primaria.
Al final de los cursos escolares se realizaba una gran fiesta en un teatro público de la ciudad, donde un infantil Presidente de la República, que el profesor Rodríguez designaba personalmente sin acusar ningún prurito democrático y recibía los honores de los representantes de los Estados de la ‘república escolar’ por la culminación de su feliz año de gobierno, en medio de un divertido festival donde participaban la mayoría de los alumnos del Colegio sin distinción de sexos, ni de clases sociales. La recreación de danzas populares o clásicas, versiones infantiles de las obras de teatro, de las canciones populares y de la comedia de la legua redundaban en una extraordinaria experiencia en la vida de todos los niños del Colegio que en muchas ocasiones se convertían en excelentes catalizadores para comprender la conducta de los adultos de una forma prematura.
Pero las grandes paradojas de la vida del profesor Sigifredo no sólo se mostraban en el funcionamiento singular, atrevido y contradictorio del Colegio Justo Sierra, ya que en su vida particular también coexistían elementos y conceptos paradójicos: mientras predicaba el pensamiento liberal de Juárez y del paradigmático maestro Justo Sierra en el sistema de enseñanza, al mismo tiempo exhibía una desmedida vocación por los eventos e iconos de la liturgia católica, al grado de que fue depositario físico del ‘Santísimo’ propiedad de una Basílica contigua a su Colegio, cuando el Presidente Calles mandó atacar a los templos católicos de México como respuesta a las acciones armadas de los ‘cristeros’. Pero aún más desconcertante era su predilección por la forma de vida de los norteamericanos, su simpatía para los cultos extrabíblicos de la francmasonería, su aprobación tácita hacia su hipócrita forma de vivir y por haber convertido a las guerras planeadas en el extranjero como la principal fuente de ingresos de su Gobierno.
Todos los fines de los años escolares, el profesor Sigifredo y sus tres hermanas que le asistían en la operación del Colegio huían hacia Corpus Christi, Texas, durante los largos períodos vacacionales que se otorgaban en todas las instituciones de enseñanza. Ahí pasaban el tiempo deambulando por sus playas solitarias y adquiriendo infinidad de baratijas y golosinas que luego utilizaban como sofisticados regalos a los profesores y a los alumnos preferidos. Además poseían una pequeña quinta para los fines de semana por la Carretera Nacional que era una minúscula recreación de las viviendas de los ricos algodoneros del ‘deep south’ americano cuando aún no se abolía la esclavitud en Norteamérica. Estas contradicciones en el director del colegio laico donde Adrián recibió sus primeras influencias ajenas a su entorno familiar, lo condujeron a una especie de rechazo involuntario pero sistemático hacia todas las enseñanzas que no provenían de su interacción con el sector de la sociedad de clase media baja en el que vivía o que no eran el fruto de su vocación compulsiva por la lectura de textos de toda índole, donde se inició poco antes de los once años de edad.
Adrián había nacido en un bazar de la Calzada Madero, en uno de los sectores más populares de Monterrey, donde se habían establecido la mayoría de los campesinos que provenían de los poblados rurales más cercanos situados al noreste de la ciudad, por lo que no había heredado una vocación religiosa, ni tenía proclividad hacia los paradigmas estadounidenses que asediaban a los nacidos cerca de la frontera. Por esta razón de orígenes, Adrián siempre consideró que la mezcla entre la religión y la enseñanza institucional conducía a una deformación de la realidad, a una distorsión de los hechos históricos y a una forma prejuiciada de percibir la ética y la política. Aunque el aprendizaje supuestamente laico del Colegio Justo Sierra le había descubierto una visión de la historia nacional y de la geopolítica de los Estados Unidos que se ocultaba en todo Monterrey, Adrián sentía un profundo aprecio por la autonomía y la libertad geopolítica de su País que él había disfrutado durante su primera infancia y su adolescencia. Particularmente porque la mayoría de sus maestros de esa etapa de su vida estuvieron formados en la maravillosa disciplina patriota y libertaria que había impuesto el gobierno de Lázaro Cárdenas.
Más de medio siglo después de estas experiencias en la primera escuela privada laica de Monterrey, Adrián ha comprendido que la aparente contradicción existente en el profesor Sigifredo H. Rodríguez al dar la misma importancia a la enseñanza de la democracia republicana y al mito francmasónico del ‘destino manifiesto’ no era por falta de espíritu nacionalista y democrático, sino porque el mito de la Malinche también lo dominaba y lo conducía como a la mayoría de los mexicanos a la búsqueda de un ‘tlatoani´ de piel blanca y ojos azulados que le indicara el verdadero camino de la vida.
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