Uno de los enigmas que más se resistían a todos los intentos de Adrián para lograr una comprensión racional del mundo en el que vivía fue el de la interpretación de la llamada auténtica cultura mexicana. Como todos los jóvenes apasionados por el arte a mediados del siglo pasado, llegó a creer que de la simbiosis entre la cultura de los aborígenes mesoamericanos y la de los españoles colonizadores había surgido una nueva cultura fresca que tenía una personalidad propia y era por lo tanto la auténtica y profunda cultura mexicana. Esa misma era la percepción de sus maestros universitarios, de la cultura colectiva de ese tiempo y la hipótesis de los escritores e intelectuales más destacados de su época como Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes.

A pesar de su permanente peregrinar por los territorios del México mesoamericano y del mito colectivo de su época sobre la existencia de un México profundo, Adrián no lograba identificar un sólo rasgo que fuese común a todos los grupos étnicos que sobrevivieron a los trescientos años de Colonia y a los casi doscientos años más del México independiente. Descubría con sorpresa que aún en regiones donde predominaba una etnia genérica, como el caso de los mixteco – zapotecas en Oaxaca, los mayas en Yucatán y los purépechas de Michoacán, había una clara tendencia hacia la fragmentación de todas las culturas aborígenes que se expresaba no sólo en los dialectos, sino en las estructuras familiares, en la organización política, los credos, la normatividad judicial e inclusive en la formas de percibir la belleza, la gastronomía y hasta en la manera de vestir y de celebrar sus fiestas.

Una de las características más importantes de la colonización de México y de todas las demás naciones latinoamericanas había sido el proceso de destrucción de las culturas aborígenes que eran consideradas inferiores a las europeas y por lo tanto, la función fundamental de profetas y encomenderos fue la de tratar de desaparecer todas las expresiones de la edad mítica de la mente que vivían los aborígenes en ese momento histórico de la colonización que era considerada como una imprescindible labor profética del cristianismo. Por lo que se procedió de inmediato a destruir sus cosmogonías, sus mitos, sus principios éticos, sus arquitectura singular que sólo era confinada por el cielo, sus percepciones del amor, de la belleza y aún de las emociones y de la alegría de vivir para sustituirlo por un mito en el que su taumaturgo era un dios humano que empleaba su sufrimiento personal para rescatar a sus creyentes del Infierno.

Todavía en la segunda mitad del siglo 18, la normatividad virreinal señalaba claramente que los aborígenes carecían de alma, por lo que no estaban capacitados para resolver los problemas de su coexistencia pacífica con las primitivas normas que habían utilizado durante miles de años y menos aún para formar parte de la profunda espiritualidad, de la excelsa liturgia cristiana y de las artes y manualidades que le daban vida a sus imágenes y a todo tipo de edificaciones, ya fueran monásticas, eclesiales o civiles. A finales del siglo 19, las autoridades virreinales de México consideraban que todas las formas oficiales de transmitir la iconología del Vaticano, e inclusive las actividades laicas que exigían una mínima capacidad de razonamiento sólo podían realizarlas quiénes estaban expresamente autorizados por las instituciones oficiales. Los aborígenes mexicanos estaban destinados a realizar labores manuales de servidumbre o de transporte de carga, como sustitutos de las bestias.

Solamente unos cuantos valientes y honestos religiosos franciscanos como Vasco de Quiroga y Fray Toribio de Benavente (Motolinía) y muchos famosos jesuitas como Francisco Xavier Clavijero, Francisco Xavier Alegre, Eusebio Kino, Gonzalo de Tapia, y la mayoría de los 401 que vinieron a México a lo largo de más de dos siglos, estaban en desacuerdo en tratar a los indígenas como bestias de carga y los tenían trabajando en labores regulares de seres racionales en la infinidad de empresas agrícolas, mineras, textiles, etc. que habían establecido en las diferente regiones por donde extendieron su magnífica labor profética y la aún mejor de crear fuentes de trabajo para todos los habitantes de la Nueva España, hasta que fueron echados brutalmente del País en junio de 1767.

La razón fundamental por la que el Rey Carlos III de Borbón había expulsado a los jesuitas de México no sólo obedecía a que esta orden religiosa no había sido habilitada por el Vaticano ni por sus representantes en España para realizar labores del clero secular y cobrar los estipendios correspondientes que se deberían enviar al Vaticano, sino que además de no haber enviado la paga correspondiente durante casi dos siglos, los mestizos más ricos que se habían apropiado del poder político en la Nueva España reclamaban el gran pecado de los jesuitas al considerarles seres humanos y retribuirles su trabajo, ya que antes de su intervención, los ricos hacendados y mineros de la Nueva España podían obtener todas esos servicios de los aborígenes en forma gratuita.

Esto explica porqué nunca ha habido una verdadera cultura mexicana o un México profundo como lo denominan los grandes intelectuales mexicanos, ya que sus aborígenes no eran considerados seres humanos por lo que no estaban legalmente autorizados a realizar labores con la participación de la inteligencia y en consecuencia no podían ser autosuficientes, debido a que la ley virreinal señalaba que eran esclavos al servicio de los seres humanos pensantes y tendrían que sobrevivir con las migajas que les diera su amo.

Por lo mismo sus costumbres familiares y tribales se desecharon, sus credos religiosos se tildaron de fetichistas y se combatieron con castigos tremendos que iban de la muerte a la tortura, sus bellas artes se convirtieron en simples artesanías, su maravillosa arquitectura se trató de destruir y toda su mitología y su creatividad artística se convirtieron en leves ornamentos o decoraciones a la arquitectura, a la iconografía y a las artes europeas en general. En todas las naciones latinoamericanas colonizadas, el aborigen solo ha dado un leve toque de salvajismo innocuo que no cambia en absoluto el espíritu europeo básico que campea en todas las formas de expresión artística de México y de todas las naciones latinoamericanas que también tuvieron un pasado grandioso como Perú y Bolivia.

Desde esta perspectiva histórica y mitológica, México y las culturas latinoamericanas nunca podrán superar a los grandes artistas, humanistas y científicos europeos, ya que además del desarrollo tecnológico y artístico de los siglos postcoloniales, tienen el privilegio de que la edad mítica de sus mentes actuales es totalmente congruente con su pasado histórico y con todo el andamiaje material y espiritual construido durante miles de años, mientras que detrás de la actual cultura mexicana no ha quedado nada, sino un testimonio arqueológico en ruinas cuya iconología no ha sido aún descifrado y no causa interés en las generaciones actuales. Ni siquiera constituye una fuente importante de divisas turísticas extranjeras.

En lugar de un México profundo, existe una nación sin una cultura propia, con un vida política, económica y social que proviene de otros países del mundo y que nada tiene que ver con su realidad cultural ni con sus agonizantes pueblos aborígenes. Sufre además, la carga mortal que le aplica la vecindad geográfica de una nación muy poderosa cuya extraña mitología señala que existe un dios supremo paranoico que siempre favorece y vigila a sus tribus favoritas para que alcancen la mayor riqueza posible durante sus vidas, siempre y cuando él no logre enterarse de los crímenes y las mentiras que utilizaron para alcanzar sus riquezas.

Por fortuna para Adrián esa temprana frustración que le produjo el descubrimiento de que no existía un México profundo o una cultura mexicana autónoma que apareciese en alguna de las diversas formas del arte o de las humanidades lo llevó a explorar con gran pasión dos de las rutas proféticas que mayor influencia tuvieron en la Nueva España: agustinos y dominicos. Aunque ambas impidieron en su tiempo y para siempre la integración de un México profundo fueron, a final del tiempo, el único vínculo mitológico que subsistió a la fragmentación tribal original del México mesoamericano prehispánico y el que proporciona el único rasgo de identidad cultural entre todos los mexicanos.

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