Los símbolos del poder en Mesoamérica

 

Existen muchas explicaciones en la historia de México que pretenden justificar el desconocimiento casi total de su pasado mesoamericano, de modo que con muy contadas excepciones, como la de Enrique Flores Cano, todas las demás investigaciones de ese mundo maravilloso han sido llevadas a cabo por antropólogos, arqueólogos y sociólogos extranjeros, principalmente europeos. Por esa razón he preferido los trabajos del gran maestro Flores Cano para intentar hacer una síntesis de su ruta cosmogónica que lo condujo a encontrar la definición espacial y temporal del cosmos realizada por las primeras etnias que empezaron a llegar a México desde el siglo 15 AC y de los símbolos del poder que de ahí se derivaron.

En Mesoamérica y particularmente en México existió un fenómeno de cultura colectiva muy diferente a la de la mayoría de las civilizaciones del mundo. Aunque tuvo cierta similitud con la dimensión antropocéntrica de la cultura griega clásica y la de Polinesia, hubo un elemento distintivo muy especial, ya que su visión cosmogónica coincidía en más de cien diferentes grupos étnicos de México y Centroamérica que utilizaban diferentes lenguajes y contaban con mitos y deidades regionales.

Al contrario de las mitologías judeo cristianas e islámicas, se podría decir que sus dioses fueron creados a imagen y semejanza de los seres humanos. Según el antropólogo estadounidense Munro S. Edmonson, las mitologías de las naciones mesoamericanas tuvieron una matriz única y un desarrollo común: ‘no solo tuvieron un origen único, sino que a pesar de ser utilizadas por más de cien grupos étnicos que hablaban otros tantos idiomas diferentes, este sistema conservó su unidad a través de más de 2600 años’.

El calendario mesoamericano se concentró en la predicción de la astronomía solar y desde el principio de la creación de su universo (1500 – 100 AC) calculó la duración del año trópico en 365 días, siendo éste el punto toral de la civilización mesoamericana. Otro de sus rasgos principales fue el sentido del tiempo, aunque cada una de las diversas etnias lo concibió como un descubrimiento de su propio reino, el procedimiento general era de cambiar el nombre del primer día del año y con eso pensaban que su calendario era diferente y único.

Del calendario olmeca del siglo VII AC se derivaron el teotihuacano, el zapoteca y los de Kaminal juyú y el de Tikal, hasta llegar a 38 calendarios cuando se inició el proceso de la Conquista de México. Todos los grupos étnicos del territorio de la Nueva España y de Centroamérica coincidían en que cada 52 años con un total de 18980 días habría un ‘flujo nuevo’ o nueva era en el que se volvería a crear un nuevo mundo, aunque hasta ahora no existe un esquema genealógico bien definido que logre relacionar entre sí a todos los dioses mesoamericanos como sucede con otros sistemas politeistas antropocéntricos.

Uno de los mitos más importantes de Mesoamérica fue el de Quetzalcoatl cuya narrativa se inspiraba en los procesos del cultivo del maíz y su meollo era la creación de la era de su mundo actual, las plantas cultivadas, los seres humanos y la aparición de los primeros reinos. O sea que el mito de Quetzalcóatl era en realidad una síntesis de los valores más altos predicados por las antiguas sociedades agrícolas de Mesoamérica, una especie de metáfora del desarrollo de las primeras civilizaciones del mundo americano.

Los dioses mesoamericanos, además de su apariencia antropomórfica, tenían cualidades humanas, derivadas del medio social de donde surgieron estos conceptos religiosos. Por lo que en imitación a la sociedad de seres humanos había diferentes jerarquías de dioses. Los ‘dioses creadores’ eran invisibles e impalpables en algunos casos, en otros eran corpóreos, pero invariablemente tenían características humanas. Ometeotl era el señor de la dualidad en el sector más alto del cielo (que tenía tres capas) y ahí realizaba sus funciones caracterizadas por la dualidad.

En esa misma capa superior del cielo radicaba Ipelnemoani que era el señor dador de la vida. También en ese estrato superior del cielo estaban Ometicutli y Omecihuatl, la pareja que expresaba las virtudes fecundadoras del cielo y las germinales de la tierra. Las parejas de los dioses creadores fungían como padre y madre de todos los dioses y procreadores de una generación divina, similar a la familia humana. Sus tareas iniciales eran terminar con el caos, ordenar el cosmos e iniciar una nueva era del mundo presidida por una nueva humanidad. Por lo que tendrían que separar el cielo de la tierra y asignar propiedades específicas a cada espacio creado.

El interior de la tierra ‘xibalbá’ en maya y ‘micflan’ en náhuatl recibió los atributos de la matriz femenina, era el lugar donde se gestaba la nación y se regeneraban los seres humanos, la naturaleza y los astros. Siguiendo este principio desde el cielo se le asignaron los poderes fecundantes y ordenadores del sexo masculino. Los dioses mesoamericanos reflejaban la supremacía del principio sexual en los ordenamientos del cosmos. La unidad de lo divino era similar a la unidad de la especie humana. Esta unidad no estaba representada por un dios supremo, sino sólo por el cuerpo humano que es común a todas las deidades.

En todos los mitos cosmogónicos mesoamericanos, los dioses creadores están siempre presentes en forma de pareja primordial, omnisciente y omnipotente. Dice el Popol Vuh maya que el mundo fue creado ‘por el Hacedor formador, madre-padre de la vida, de la humanidad, dador del aliento, dador del corazón, dador de la vida, creador de la ley eterna’. Por más variados y múltiples que sean los dioses siempre encarnan los atributos de los seres humanos.

En Mesoamérica la jerarquía divina repite los modelos de la organización social o los distintos ámbitos del mundo terrestre. De la misma forma, los mitos cosmogónicos y las teogonías corresponden a los espacios habitados por las deidades encargadas de favorecer los factores y elementos de los que depende el desarrollo humano. Pero los dioses creadores no sólo eran benévolos y providentes, sino al igual que los seres humanos podían mostrarse injustos, autoritarios y maléficos.

De lo anterior se deduce que la forma humana es el único elemento común que subyace en las múltiples manifestaciones de los dioses mesoamericanos. Se concluye que las entidades divinizadas son una representación de los valores humanos más apreciados por las comunidades. La sociedad mesoamericana estimaba estos valores en tan alto grado que deseaba sacralizarlos y trasmitirlos de forma íntegra a sus futuras generaciones.

Pasando al ámbito de los ‘dioses patrones’ que tenían a cargo determinados ámbitos del mundo natural, la información existente es abundante. Desde Bernardo de Sahagún y Diego Durán, los códices y la infinidad de iconos de dioses contenida en monumentos arqueológicos, esculturas, pinturas y piezas cerámicas la imagen predominante de los dioses es el cuerpo humano, sus cualidades y funciones son los que la sociedad de ese momento histórico consideraba como indispensables para su funcionamiento y sus jerarquías corresponden a la de los seres humanos que habitaban en la tierra. Además de esa dimensión antropomórfica, de la exaltación axiológica y de la jerarquización similar a la de la sociedad humana, los dioses mesoamericanos sufren de una metonimia en la que se le asocian rasgos de las especies vegetales o animales significando que el dios posee virtudes reproductivas, fertilizadoras o alimentarias de una determinada planta o la agresividad y fuerza de un animal feroz como el jaguar.

Pero no hay duda de que en el universo mitológico de América, Quetzalcóatl es el dios que reúne la naturaleza antropomórfica de todas las deidades mesoamericanas, la jerarquía de los seres humanos de mayor nivel en la sociedad de entonces y significa la metáfora de la creación de la sociedad mesoamericana sobre la planta divina del maíz.

De toda esta complicada cosmogonía mesoamericana y de su concepción espacial de el mundo con tres niveles en el cielo y cuatro puntos cardinales en la tierra, en cuyo centro estaba el origen de todo, se derivaron sus principales símbolos de poder que fueron las ciudades confinadas con una parte cuadrada y plana en el centro más las pirámides desde donde se hacía mejor contacto con las divinidades creadoras que estaban en el cielo.

Toda esta narrativa de las deidades mesoamericanas tiene por objeto sustentar la etiología de los símbolos del poder del territorio mexicano durante la llegada de los españoles a principios del siglo 16, cuando arrasaron con gran cantidad de los símbolos del poder mesoamericanos, pensando que cumplían con los designios de sus dioses al destruir y soterrar las pirámides, las esculturas, las pinturas y todas las expresiones de la maravillosa mitología que existía en el enorme territorio mexicano de esa época.

Hasta los días actuales es difícil entender la apatía y la ignorancia de los dirigentes políticos de México para investigar la realidad que existe detrás de los símbolos del poder mesoamericano, simplemente para conocer el pasado desde una visión histórica documentada, tratar de entender el carácter pasivo y subordinado de los mexicanos, crear una nueva y enorme fuente de ingresos turísticos de personas con mediano grado de cultura y finalmente construir un futuro nacional basado en el conocimiento de la mente colectiva existente cuando se fundó el país mexicano, tal como lo han hecho todas las naciones que pretenden ser autónomas y fieles a sus genuinos orígenes étnicos, mitológicos y culturales.

No existe duda de que los símbolos del poder mesoamericano han desaparecido casi por completo, porque gran parte de esa indiferencia y rechazo a los verdaderos símbolos del poder mesoamericano se debe a varios factores históricos que ya han sido olvidados en el siguiente orden: la denominada labor profética de las órdenes religiosas españolas que destruyeron buena parte de los símbolos de los poderes divinos mesoamericanos y los reemplazaron con los suyos, más la desaparición de los códices y documentos existentes durante la Conquista; luego la misión nefasta del clero virreinal durante la Colonia que culminó con la expulsión de los jesuitas quienes eran los únicos religiosos en América que consideraban como sus iguales a los aborígenes y a los mestizos; posteriormente la invasión francesa, cuyos símbolos de poder reinaron hasta mediados del siglo 20 y en el presente el dominio total de los Estados Unidos sobre México, imponiendo por completo sus símbolos de poder bélico y monetario, además de sus falsos paradigmas democráticos e igualitarios, culminando con la pulverización de todos los símbolos de lo que fue la nación mexicana mediante la acción del cine y la televisión de los últimos 60 años.

Ahora mismo, con dos generaciones de políticos, empresarios y miembros de las clases medias altas egresados de instituciones de enseñanza media y superior con una visión del mundo impuesta por los norteamericanos, será difícil rescatar los símbolos del poder de la nación mexicana original, más no es imposible buscar la forma de difundirlos, ya que tarde o temprano México volverá a ser una nación libre y soberana, conforme los Estados Unidos se vayan separando de las clases trabajadoras, no sólo al interior de su propia nación si en el contexto global de la economía productora de bienes y servicios.

Es probable que ese momento histórico coincida con el inicio de un ‘flujo nuevo’ o una nueva era de 52 años similar a los ciclos de la cosmogonía mesoamericana clásica.

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