Los abuelos maternos de Adrián eran propietarios de una Hacienda en General Terán cuyo título de propiedad todavía ostentaba el sello del Gobierno de Maximiliano, pero tuvieron que emigrar a Monterrey en 1913, después de que fueron despojados de la Hacienda de Santa Engracia y de uno de los ranchos agrícolas y ganaderos más grandes de la región por uno de los supuestos líderes militares de la Revolución cuyos verdaderos ideales eran apropiarse de los grandes espacios agrícolas y ganaderos que eran propiedades legítimas de los terratenientes regionales.
De este pasado glorioso de su familia materna, Adrián sólo llegó a conocer las riendas y bozales de plata, más una cabeza de silla de montar también labrada en plata que utilizaba su abuelo para montar a caballo; unos viejos papeles con letra manuscrita y sellos oficiales en color oro que su madre conservaba desde su adolescencia e identificaba como los títulos de propiedad de la Hacienda y los ranchos de su padre. Con unas viejas fotos de sus antepasados maternos entre sus manos, Adrián escuchaba pasmado la larga narrativa de las experiencias infantiles de su madre cuando desde un sótano recóndito de la casa paterna lograba observar – sin ser vista – la infinidad de tropelías y crímenes que realizaban los revolucionarios que estaban en posesión de la Hacienda. Pero además de esos símbolos gloriosos que acabaron por ser tirados a la basura cuando Adrián era un niño, dos de los cuatro hermanos nacidos en la Hacienda tuvieron los problemas mentales ahora conocidos como ‘mal de Huntington’ cuando Adrián ya era un adolescente, constituyéndose en los recuerdos y símbolos más importantes de su familia materna.
No obstante, las vivencias de Adrián con los símbolos de los abuelos paternos fueron mucho más intensas y cercanas, ya que su abuela paterna vivía a dos calles de su casa y sobrevivió hasta sus primeros años de infancia. Por lo que pudo escuchar sus narraciones históricas desapasionadas y sus decisiones administrativas objetivas, cuando sentada en una mecedora austriaca con asiento y respaldo de bejuco tejido recordaba las valerosas hazañas de uno de sus hijos frente a Benjamín Argumedo quién era jefe de las tropas de Villa cuando estuvieron acantonadas en el lado oriente de Monterrey durante la guerra civil iniciada en 1910 y señalaba con exactitud las estrategias que aplicaría en sus múltiples propiedades urbanas y rurales. A pesar de su corta edad, Adrián podía identificar los símbolos fundamentales que regían la vida doméstica de su abuela, su relación con los demás seres humanos, los elementos básicos de su cultura colectiva rural, sus paradigmas éticos y su interpretación subjetiva de las entidades metafísicas.
Desde la percepción infantil de Adrián, su abuela se sentía superior a la mayoría de quienes la rodeaban, caminaba erguida y con la frente en alto como una aristócrata y se consideraba de ilustre prosapia; no toleraba con facilidad a quiénes tenían la piel pigmentada y pensaba que los entes superiores la preferían sobre otras muchas personas. Tenía una habilidad natural para plantear los negocios y nada la atemorizaba, aún cuando tuvo que enfrentar grandes problemas y la muerte de gran parte de su familia cuando llegó a México la influenza por la frontera norte en 1918.
Aunque la abuela de Adrián nunca reconoció su ascendencia judía, todos los hechos de su vida doméstica lo revelaban, desde su decisión de casarse con un hermano de su difunto esposo, hasta el hecho de heredar sus principales propiedades a una de sus hijas y no practicar ninguna de las liturgias cristianas. La vida de la familia paterna de Adrián estaba llena de símbolos contradictorios que diferían mucho de los que recibía por la vía de su madre, de sus primeras experiencias escolares y de la convivencia con los vecinos del entorno donde vivió su primera infancia.
Pero el símbolo de esa familia de su padre que más impactó la vida de Adrián fue la presencia permanente de personajes que vivían fuera de la realidad y cuya capacidad de razonar era tan escasa que no se les permitía interaccionar en la vida familiar. Era tan problemático el comportamiento de estos miembros de la familia que cuando murió la abuela, los hijos sobrevivientes tomaron la decisión de enviar a vivir fuera de la casa materna a uno de ellos y encerraron en un cuarto especial a su tía loca quien tras la muerte de su madre se volvió más violenta y peligrosa.
Las vivencias con familiares oligofrénicos y los símbolos de la infancia de Adrián se hiperbolizaron cuando su familia se desplazó de la Calzada Madero hacia un barrio popular situado al nororiente de la ciudad de Monterrey donde las calles estaban pobladas a toda hora de personajes extraños que aspiraban a ser toreros, beisbolistas, luchadores, artistas de la legua y una gran cantidad de locos pacíficos que realizaban todo tipo de excentricidades para la permanente diversión de los habitantes del populoso barrio, cuyos símbolos fueron durante algunos años una cantina en donde se reunía el club de los pendejos convictos de Monterrey, denominado PUP (Pro Unificación del Pendejo) y luego albergó a los aspirantes a toreros y pasó a denominarse el Bar de la Montera.
El natural mundo onírico del púber Adrián se fortalecía con la presencia diaria de la gran variedad de los locos trashumantes del barrio que realizaban verdaderas representaciones teatrales en función de los acentos específicos que dominaban en sus respectivas psicopatologías. Había un loco que desfilaba a diario vistiendo solamente un pantalón de mezclilla con pechera y un sombrero raído de fieltro cuyas alas estaban dobladas hacia abajo, siempre con un costal de ixtle colgado al hombro. Por las mañanas desfilaba hacia el poniente e iba llenando el fardo con todo tipo de materiales que había en los botes de basura que los vecinos tenían en la calle al frente de sus casas. Este extraño personaje se llamaba Cando y hurgaba entre los desechos de los vecinos que estaban en los botes de basura alineados en las calles para su recolección, tomando al azar algunos de ellos e introduciéndolos en su costal que se echaba de nuevo al hombro mientras seguía su ruta hacia el poniente. De vez en cuando se detenía frente algunas casas para realizar una especie de danza desgarbada emitiendo extraños ruidos guturales. Adrián nunca supo si el hecho de que algunos vecinos le lanzaran monedas a Cando era como una especie de retribución a su insólita danza o con el propósito de que se retirara del frente de sus casas.
Por las tardes Cando regresaba del poniente de la ciudad con el costal al hombro de nuevo, pero ahora no recogía basura sino que la iba tirando en la calle, mientras caminaba a gran velocidad con sus pies desnudos sobre el candente pavimento. Obviamente los niños que le veían correr mientras emitía sus extraños sonidos se divertían lanzándole toda clase de objetos para que apresurara su cómica carrera y aumentara la intensidad de sus gritos.
Otro oligofrénico del barrio de Adrián era un gigantón de más de dos metros de altura, quién por sus cualidades físicas era un excelente operador para la carga y descarga de vehículos tirados por caballos, cuyas ruedas eran de gran diámetro y requerían de dos personas para subir y bajar mercancías. Pablo ‘El Loco’ usaba un raro atuendo donde combinaba el tradicional pantalón de pechera para el trabajo físico, un delantal blanco de manta y las alpargatas con suela de ixtle, con una camisa de vestir tradicional y corbata de moño negro; para rematar con un enorme sombrero de petate de grandes alas que lo convertía en el primer personaje ‘punk’ de la historia.
Por las tardes, casi al anochecer se aparecía otro vecino extraño que había perdido el juicio cuando intentaba realizar su sueño de ser médico y se había convertido en un personaje de una gordura grotesca que nunca cortaba su negra barba y andaba siempre descalzo protestando en silencio contra la injusticia de la vida, mientras su enorme panza le impedía cerrar su camisa. Decían que había sido pretendiente de una guapa muchacha del barrio de Adrián, por lo que llegaba hasta la ventana de su casa con una enorme sandía debajo de su brazo que le ofrecía en testimonio de su viejo amor. Cuando la joven bella entornaba su ventana, el rechazado pretendiente se sentaba en la banqueta, con sus manazas abría la sandía y la engullía por completo en unos cuantos minutos.
Todos los días y noches del verano surgía el espectáculo de los locos del barrio quienes en su totalidad alcanzaban a ser dos o tres docenas. Había toreros frustrados que vestían ropas ajustadas y prodigaban pases surrealistas a los paseantes y a los automóviles, lo mismo sucedía con deportistas fracasados, aspirantes a ser actores de teatro, pulsadores, acróbatas y quiénes hacían actos de magia o espectáculos con animales domésticos. Habían quiénes imitaban el cantar de los gallos, los ruidos de los caballos y burros, los sonidos de los cotorros, los cantos de las aves y la mayoría de los sonidos que escuchaban quiénes habían nacido en las zonas rurales aledañas a Monterrey.
Había un individuo que traía a una cabra atada con una soga, con la que dialogaba en todo momento, otro a quién seguía siempre un pequeño cerdo que obedecía sus órdenes que le daba al tronar los dedos de su mano y un tío de Adrian que portaba un florete con un olote en su punta para defenderse de los perros callejeros que se irritaban al verlo transitar por la calle. También a diario desfilaba un individuo con un cordón que había hecho con trozos de tiras de algodón atadas en cuya punta había un objeto pesado, de modo que su única actividad era la de enredar y desenredar dicha cuerda en su dedo anular durante todo el día. Mientras, los taurinos frustrados musitaban frases en ‘caló regiomontano´ y los peloteros reproducían emocionantes reseñas beisboleras de la radio. Ya entrada la tarde, transitaba a vuelta de rueda una vieja camioneta con un altoparlante y un promotor de la función nocturna de cine quién alternaba una breve reseña de la película con graciosos piropos para todas las mujeres que transitaban por la calle a esa hora.
Rodeado de ese extraño mundo, donde predominaban los psicópatas y las personas que deseaban ser diferentes de los demás, transcurrió la vida de Adrián, sin que nunca advirtiese la presencia de esos símbolos ocultos que determinaron su vocación por la estética y por los enigmas metafísicos.
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