Desde que llegaron los españoles a las tierras mexicanas a inicios del siglo 16, los conquistadores contaron con el apoyo de los aborígenes que estaban localizados en los litorales del Golfo de México y de quiénes estaban en la ruta hacia la gran ciudad de Tenochtitlán, dicha sociedad vivía una edad mítica en la que se profetizaba la llegada de una especie de Dios que provenía de lugares remotos y tenía ciertos rasgos étnicos similares a los de los colonizadores.

La mezcla étnica de los primeros años de la Conquista fue esencialmente producto de las violaciones que realizaron los militares comandados por Hernán Cortés a las mujeres indígenas que encontraron en su ruta hacia Tenochtitlán y las posteriores cuando ya estaban instalados en la gran ciudad azteca. Como consecuencia, los mestizos mexicanos no lograron un reconocimiento ciudadano de ninguno de los grupos étnicos. Por otra parte se degradó la imagen de la mujer mexicana mancillada y surgió un odio visceral entre aborígenes y mestizos.

Además de la total fragmentación étnica que ocasionó la Conquista, el daño mitológico ocasionado por las rutas proféticas fue aún mayor, al destruir las creencias y la visión del mundo de los nuevos mexicanos, de los que ya no fue posible desterrar su desprecio hacia sus orígenes y hacia sus compatriotas. Esta situación se fue extendiendo hacia todas las regiones del País y se convirtió en una especie de meme malinchista lleno de masoquismo y de negatividad que ha perdurado hasta la época actual.

Hay que reconocer que no toda la labor profética fue negativa, destacando en forma especial la de los jesuitas, quiénes no solamente condenaban el retraso de las demás ordenes religiosas que consideraban al indígena como un animal carente de espíritu y lo relegaban a tareas de trabajos físicos destinados a las bestias de carga, sino que buscaron fórmulas de subsistencia para los aborígenes con el fin de incorporarlos a la vida productiva e integrarlos a la sociedad civil con todos los derechos que les correspondían como ciudadanos.

Como siempre ha sucedido en la historia de México, la labor profética de los jesuitas fue condenada por las fuerzas reaccionarias virreinales y por el Vaticano, de modo que fueron expulsados del País en 1767 por orden del rey Carlos III, dejando en el total abandono a todas las industrias e instalaciones productivas que habían instalado a lo largo y lo ancho del territorio nacional durante los largos años de dominio de los monarcas de la Casa de Austria. Aunque hubo protestas en Pátzcuaro, San Luis de la Paz y San Luis Potosí, la ejecución de 67 renuentes los acalló por completo.

De acuerdo a esta visión del mundo malinchista, el proceso de secularización de la sociedad mexicana durante el siglo 19 todavía enfrentó dos grandes eventos en los que se manifestó de nuevo la vocación masoquista y malinchista de los tres siglos anteriores: la invasión norteamericana (1846 – 1848) y la segunda invasión francesa (1862 – 1867), aunque hubo una primera de menor intensidad en 1838 – 1839, que fue conjurada por la intervención del gobierno británico. Después de estos dos eventos del siglo 19, el territorio de México quedó reducido a menos de la mitad del territorio original y los poderes fácticos quedaron en manos de una aristocracia política y económica que veneraba todo lo francés, con excepción de su sistema político republicano.

México fue una dictadura desde cinco años después de la muerte de Juárez en 1872 hasta que Porfirio Díaz huyó del País en 1911, cuando reconoció que ya no podía manipular al pueblo de México en plena revolución. A partir de la salida de Porfirio Díaz, los Estados Unidos se apoderaron de nuevo del estado mexicano, manipulando a todos los líderes de la Revolución Mexicana hasta que Calles asaltó a la embajada norteamericana en 1926, durante la época en que Hoover no lograba sacar a su país de la depresión y al verse amenazado por Calles de que se divulgaran todos sus documentos de espionaje se vio obligado a firmar un tratado con México denominado Calles – Morrow, en el que se comprometían ambos países a respetar sus respectivas políticas internas y externas.

Debido a ese acuerdo, México logró diseñar sus propias estrategias económicas, de política interna y diplomáticas durante poco más de 35 años, en los que logró el liderazgo político y económico de América Latina, alcanzó un alto nivel de alfabetización, secularizó su política interna y fundó universidades e institutos de investigación científica, creó una visión del mundo propia y recibió reconocimientos internacionales por su moderna política exterior. No obstante ese período de éxito sustentado en su autonomía, los Estados Unidos volvieron a intervenir en la política mexicana desde mediados de los años setenta, imponiendo su modelo económico y su visión particular de su mitología política inspirada en el mito francmasónico, donde su Dios es la única verdad y Columbia, su ángel femenino que señala al resto del mundo la dirección que debe llevar por siempre al servicio del imperio norteamericano.

Nadie ha podido descifrar como fue que el pueblo mexicano haya podido prosperar con el funesto mito malinchista a cuestas, aunque algunos de los grandes literatos mexicanos, como Octavio Paz y Carlos Fuentes lo hayan intentado durante el desarrollo de sus obras fundamentales respectivas: El Laberinto de la Soledad y La Región más Transparente, lo cierto es que esas dos apologías del mestizo mexicano y toda esa invención del ‘México profundo’ no lograron destruir el meme malinchista, sino que le dieron un impulso hacia el resto del mundo, convirtiéndolo en una microhistoria que debe ser conservada en función de su variada y deliciosa producción artesanal, su maravilloso folklor y algunas importantes versiones universales del arte de Occidente como podría ser el caso de la Plástica Mexicana.

Por desgracia, el fenómeno de permeabilidad cultural con los Estados Unidos trajo como consecuencia que la mayoría de las universidades y los institutos de educación superior tomaran como paradigma a las universidades de los Estados Unidos y desde esa óptica construyeran el sistema universitario de México de las últimas tres décadas, de modo que ahora están al frente de todas las grandes empresas y mecanismos políticos los egresados de universidades extranjeras o nacionales que tienen una concepción del mundo similar a las norteamericanas, donde el éxito material es lo único importante para el individuo. El arte, la ética y el espíritu son secundarios y cuando se requieran pueden alcanzarse mediante la adquisición de obras de arte, visitas a museos o asistencia a teatros e instalaciones donde se producen las distintas formas de arte. La ética se resuelve con los recibos fiscales que proporciona la filantropía y lo espiritual se halla dentro de los espacios litúrgicos del cristianismo más hipócrita y puritanista de la cultura judeo cristiana.

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