Aún cuando la vida del joven Adrián ya había sido enriquecida y distorsionada por las abundantes lecturas de narrativa y de lírica que solían ser parte de la educación institucional de esa época de finales de los años cuarentas y había sido hiperbolizada por las imágenes e ideas que surgían de tanta lectura, esa inusual circunstancia le conducía hacia un aislamiento iconológico que lo coartaba en la comunicación oral con sus parientes y amigos, mientras le proporcionaba una especie de identidad diferente a los demás, cuyas referencias usuales en sus diálogos domésticos estaban inspiradas en las frases más comunes surgidas de las utilizadas en su círculo familiar, en las películas que eran exhibidas en los cines regiomontanos más populares o que habian sido escuchadas en las historias y novelas de la radio.
Casi toda la mente colectiva de quiénes estaban alrededor de la etapa adolescente de Adrián estaba cooptada por lo que acontecía en el mundo cinematográfico de esa época, donde coexistían los momentos más brillantes del cine mexicano con la gran fuerza del cine de Hollywood que apoyaba con firmeza los lazos que unían a la singular familia estadounidense con complejas mitologías cristianas y francmasónicas, más las acciones bélicas de los Estados Unidos en Europa y en distintas regiones del Lejano Oriente. Mientras, el cine mexicano intentaba con gran éxito propalar la política nacionalista de los gobiernos post revolucionarios que se extendía desde un Estado cuasi dictatorial hacia el campo de las instituciones sociales, educativas, culturales y artísticas, Hollywood defendía los métodos violentos de su país para preservar y justificar su dominio global con la exhibición documentada de una clase media creciente, sana y con los índices de educación superior más altos del mundo.
Las carteleras cinematográficas de los cines regiomontanos que se instalaban en los lobbies de las salas de exhibición tenían una dualidad permanente: por una parte las obras de los cineastas mexicanos de la época que acataban las indicaciones de sus gobernantes, de divulgar el recio y valiente carácter de los mestizos, mientras el cine de Hollywood medraba con las matanzas de millones de nazis xenófobos, de los japoneses sadomasoquistas y de las demás etnias inferiores del Sudeste asiático en donde culminó la gran victoria de la democracia inefable de Norteamérica con las dos matanzas más crueles e inicuas de la Historia, al lanzar bombas atómicas contra la población civil de Hiroshima y Nagasaki.
Esa extraña y circunstancial coexistencia del Cine Mexicano post revolucionario y de la llegada a México del contradictorio mensaje de xenofobia, fraternidad y dominio del cine de Hollywood prohijó una cultura colectiva singular e inesperada en la generación de esa época, donde una gran parte de la población mexicana, incluyendo a la mayor parte de los intelectuales y a quiénes controlaban las instituciones educativas y culturales, creyeron, durante varios decenios que realmente existía una cultura genuina y autónoma en gran parte del territorio mexicano, aún cuando el propósito de culturizar a través del cine se había frustrado por completo muchos años antes de su privatización en 1986, ya que la mayoría de las películas nacionalistas expresaban – sin que nadie lo percibiera – una especie de reivindicación circunstancial de los hacendados contemporáneos y anteriores a la Revolución Mexicana.
Aunque el cine de Hollywood empezó a controlar el mercado de la exhibición en salas especiales hasta el inicio de los años cincuentas, Adrián pudo advertirlo de inmediato, ya que su casa paterna se trasladó a la vecindad de un cine de barriada que sólo proyectaba películas durante la noche por obvias razones de costos y por la ocupación en labores subsistenciales en el horario solar de los usuarios potenciales de dicha sala de cine. En el principio, las infames copias de películas en blanco y negro del cine norteamericano que eran enviadas a México sufrían tantos maltratos en el viaje que las lluvias luminosas durante la proyección y los cortes reiterativos de las cintas hacían que las recreaciones de matanzas de alemanes y japoneses interesaran en un grado ínfimo a los cinéfilos mexicanos, similar a las de las cintas de los ‘pieles rojas’ que eran liquidados por los soldados y los cowboys anglosajones en las inmensas estepas del Far West norteamericano. Fueron estos factores por los que el cine de Hollywood no lograba penetrar en la nación mexicana hasta que aparecieron las primeras películas en Tecnicolor y los grandes maestros de los espacios cinematográficos como John Ford y Cecil B. DeMille recrearon los grandes escenarios mitológicos e históricos más conocidos que maravillaron a todo el mundo en esa época.
Esa relativa tardanza del cine de Hollywood para penetrar en México y en la mayoría de las naciones del Mundo Occidental no evitó que Hollywood iniciara un complejo mecanismo de autoexultación, tratando de reivindicar sus paupérrimas actividades teatrales que se habían devaluado por completo desde la desaparición de las comedias de Chaplin, de Laurel & Hardy y de los hermanos Marx, más los casos esporádicos de unos cuántos genios del género dramático como Orson Wells, Douglas Fairbanks y Elia Kazan. Por otra parte, con la creación del falso y fastuoso festival de la entrega de los Oscars, el cine de Hollywood ha logrado popularizar y al mismo tiempo esconder el verdadero propósito de su actividad mediática que ha sido la de justificar y enaltecer la vocación de dominio de la nación norteamericana con un método muy eficaz y económico.
Adrián siempre conservó una buena relación con los miembros de la embajada norteamericana en Monterrey, quiénes invariablemente fingen defenderse de las críticas que hace a las perversas conductas de sus gobernantes. Sin excepción, todos los funcionarios le mencionan una frase que está acuñada en las mentes de todos los políticos y funcionarios norteamericanos: ‘nunca podrás demostrar que las acciones de nuestros gobernantes se hayan realizado mediante engaños o con mala fe.’
Ahí radica la esencia de la mente colectiva estadounidense trasmitida por el medio cinematográfico desde 1908 hasta cuando aparece el Homo Videns en los años sesentas.
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