El ascenso del populismo en el presente es, sin duda, el problema más grave de Europa. Muchos de los analistas políticos lo vinculan al declive de la social-democracia y del centro-izquierda, donde muchos de sus votantes tradicionales hoy votan por partidos populistas. El uso xenófobo del Estado de bienestar y el declive electoral de la social democracia ha impedido formar Gobiernos con mayoría de izquierda y en muchos países con una mayoría a secas. Eso retroalimenta al populismo, aunque el nexo fundamental es la pérdida del sentimiento que la social democracia inspiró en la democracia liberal de la posguerra.
La social democracia había sido la ideología más optimista de la modernidad. Muy diferente a la de los liberales quiénes creían que el ‘gobierno de masas’ sería el fin de la propiedad privada y de la tiranía de la mayoría, por lo que eran partidarios de limitar el alcance de la política democrática y de los comunistas, quiénes decían que para crear un mundo mejor había que destruir el capitalismo y la democracia burguesa.
Estas ideas se crearon en el período entre las dos guerras mundiales, cuando la democracia estaba amenazada por el fascismo. Fue entonces que Franklin D. Roosevelt se dio cuenta de que además de las terribles consecuencias de la Gran Depresión tenía que afrontar el hecho de que las dictaduras comunistas y fascistas fueran el futuro del mundo. Por lo que buscó soluciones prácticas que crearon un gran grupo de personas que estaban decididas a atacar los problemas más comunes.
El otro gran éxito político de esa época fue el del centro-izquierda de Suecia que al estar consciente del poder creciente del fascismo y de la Gran Depresión elaboró con su Partido Social Demócrata (SAP) una nueva visión de la relación entre el Estado y el capitalismo que culminó con la defensa del keynesianismo y al igual que Roosevelt ofreció a los votantes soluciones concretas para problemas inmediatos. El nuevo partido ofrecía convertir a Suecia en un ‘hogar para el pueblo’ sin privilegiados, ni abandonados, sin gobernantes, ni dependientes y sin saqueadores ni saqueados.
Después de 1945, los partidos social demócratas en general aceptaron las políticas de Roosevelt y del SAP. Esta tendencia culminó a fines del siglo XX con la aparición de líderes como Blair, Clinton y Schroeder, quiénes pensaban que los proyectos de transformación eran obsoletos y peligrosos, por lo que el objetivo de la izquierda era administrar la democracia capitalista mejor que la derecha. De modo que el populismo expresó una política de miedo al crimen, al terrorismo, al paro, al declive económico y a la pérdida de los valores nacionales, pensando que los demás partidos iban a conducir a la misma situación.
En el presente, el pesimismo se ha extendido a todos los países de Occidente y según una reciente encuesta de PEW Research, los europeos creen que su situación económica es mejor que hace diez años, pero eso no los vuelve optimistas sobre el futuro. En Holanda, Suecia y Alemania, el 80% dice que la economía va bien, pero menos del 40% cree que la siguiente generación vivirá mejor que la actual. Ya que en épocas de grandes cambios como ahora, todos se basan en las emociones y olvidan lo racional.
Eso fue lo que sucedió con la social democracia en la posguerra, cuando señalaba que si trabajaran juntos el comunismo y el liberalismo, el mundo podría mejorar considerablemente. Los problemas del siglo XXI no son tan diferentes a los del siglo XX y solo requieren de una mezcla de políticas pragmáticas para resolver retos como la desigualdad, la lentitud del crecimiento y los grandes cambios, tanto sociales como culturales.
Con grandes líderes políticos tan diferentes como Trump, Corbyn y Macron se encuentra que muchos ciudadanos del mundo quieren contar con líderes que hablen de la importancia de la política y que con voluntad se puede lograr el cambio. Si los partidos de centro-izquierda no responden a ese anhelo, los votantes se irán con quiénes lo hagan y la democracia podría derrumbarse por completo ahora mismo.
Adenda: Nadie pensó que el populismo sería la fuerza política más importante de Occidente en pleno siglo XXI.