Desde las últimas décadas del siglo IV, el cristianismo había sido perseguido y prohibido en el Imperio Romano. En el Medievo los pensadores cristianos imaginaban que el poder de los gobernantes procedía de Dios. Dichos pensadores creían que el poder estaba dividido por la voluntad de Dios en dos grandes sectores: el espiritual y el temporal. La autoridad sobre asuntos especiales pertenecía a la Iglesia, cuyo jefe era El Papa y la de asuntos terrenales era ejercida por varias instituciones, a la cabeza de las cuáles se encontraba el Rey. Ambos recibían de Dios el poder para mandar y al obedecerlos se obedecía a Dios. Ambos poderes debían servir para que – a través de la armonía – los seres humanos alcanzaran el destino eterno.
Esta versión del mundo con una dualidad de poderes planteaba el problema de a quién se tenía que obedecer en caso de que hubiese un conflicto entre ambos. Esto lo planteó y lo solucionó el pensador cristiano Agustín de Hipona que se convirtió en el teólogo y filósofo más importante del siglo V. Planteó dicho tema en su obra titulada ‘La Ciudad de Dios’ cuyo principal objetivo era el de separar el orden político del religioso, aunque defendía expresamente la obligación de los creyentes de respetar las leyes de la sociedad civil. Al mismo tiempo que exigía a los creyentes obedecer a las autoridades civiles insistía en la necesidad de que éstos tenían que someterse a los mandatos de las iglesias al dictar las leyes, ya que ‘la verdadera justicia residía en la nación, cuyo fundador y gobernante es Cristo’.
El sometimiento de las autoridades civiles a las leyes de la Iglesia al momento de legislar dio origen al ‘agustinismo político’, ya que San Agustín de Hipona fue la figura política más extendida entre los cristianos durante la Edad Media. Identificó a la Iglesia con ‘la ciudad de Dios’ que era dirigida por una persona con poderes absolutos que recibía directamente de Dios. Esta persona era El Papa, quién poseía la totalidad del poder sobre todas las iglesias, sobre los cristianos e incluso sobre los reyes que recibían su permiso para gobernar en su nombre. Esto llegó al máximo con la coronación de Carlomagno como emperador cristiano de Europa.
Esa alianza de ‘la cruz’ y ‘la espada’ comenzó a tener una fuerte crisis en el siglo XVI, al cobrar fuerza el fenómeno del nacionalismo e iniciarse el absolutismo. Los reyes de los diferentes estados nacionales no solo tomaron el poder temporal sino que también buscaron convertirse en cabeza de las iglesias nacionales. En las monarquías fieles a Roma se incrementó la injerencia del soberano en los asuntos eclesiásticos, mientras que en los países donde triunfó La Reforma se crearon iglesias nacionales encabezadas por sus monarcas correspondientes.
En todos esos países, tanto en los controlados por Lutero como por Calvino se aceptó que su autoridad poseía un origen divino y sirvió para que los monarcas de ese país sustituyeran el poder de la Iglesia por el suyo propio. En los siglos XVII y XVIII se extendió por Europa como un intento de frenar los horrores de las guerras religiosas que la asolaban. Los pensadores cristianos, partidarios de la existencia de un derecho natural en la doctrina divina del poder introdujeron una variación importante en las teorías del origen divino del poder, al afirmar que Dios al crear al ser humano como un ser social era a la vez por naturaleza, el origen de la sociedad y de todo lo necesario para su existencia, como es la autoridad.
De modo que la autoridad podía ser elegida por los ciudadanos, pero el poder que poseía desde su elección tenía su origen en Dios. Ya que El había dispuesto que el ser humano tenía que vivir gobernado por una autoridad y no era Dios el que gobernaba a través de las autoridades aunque el poder proviniese de El al igual que todas las demás realidades naturales.
Ya en el siglo XX, con relación a este mismo tema del poder divino, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que el poder político tiene su origen en Dios y dice: ‘Es evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y por lo mismo pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de sus autoridades se dejen a la libre designación de los ciudadanos’
Pero lo más interesante del Concilio Vaticano II es la separación que hace de la Iglesia y el Estado: ‘La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno’. Aunque está a la vista que se trata de una idea engañosa, ya que según ese concepto, cada quién manda en el terreno que le conviene y en concreto no se define si el bien común corresponde a la salvación de sus cuerpos físicos o de sus almas.
Algo similar plantea Benedicto XVI en su Primera Encíclica donde dice que ‘El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política’. Según el Papa Benedicto, la Iglesia no puede ni debe emprender la empresa política de buscar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado, más no debe quedarse al margen de la lucha por la justicia. Dice al final de su encíclica el Papa Benedicto XVI que la sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante ‘le interesa mucho trabajar por la justicia, esforzándose en abrir la inteligencia y la voluntad del ser humano a las exigencias del bien.
En resumen, la Iglesia actual quiere meterse en todo y no ser responsable de nada.
Adenda: En mi siguiente artículo trataré de investigar un poco en el origen del poder político en el Islam.