Adrián había nacido en una moderna avenida de la ciudad del Monterrey de los años cuarentas, donde se expresaba con virulencia el tránsito de la sociedad rural a sociedad urbana. Justo en la esquina en la que vivió su más tierna infancia se habían establecido algunas paradas de los autobuses que a diario transportaban a los pasajeros de las poblaciones más cercanas a Monterrey, quiénes por lo general comerciaban con sus productos rurales. Ahí se podían abordar los transportes de pasajeros hacia Apodaca, Pesquería, Higueras, Huinalá, Marín, Zuazua y la Hacienda del Mezquital.
Justo en los lugares aledaños a esta improvisada estación de pasajeros suburbanos se habían establecido la mayoría de las familias de esa región desde los primeros años del siglo 20. A solo dos cuadras de la casa donde habitaba Adrián, que a la vez era un bazar de muebles y chácharas de segunda mano durante el día, estaba la casa de su abuela paterna, quién administraba el patrimonio familiar desde una rígida visión judaica. La abuela procesaba la información que recibía a través de un hijo y una hija que visitaban sus ranchos ganaderos y decidía después de un largo monólogo mientras se arrullaba en una robusta mecedora de encino.
El pequeño mundo de Adrián transcurría entre las ruinas de las edificaciones que trataron de ser recreaciones burdas del estilo decadente del imperio francés y las nuevas construcciones que intentaban parodiar al estilo californiano y al art deco, aunque unos cuantos millonarios regiomontanos recreaban con orgullo las pretenciosas residencias del ‘deep south’ norteamericano de fines del siglo 19 que se mostraron en las escenografías de la exitosa película de Hollywood de los años 30 ‘Lo que el viento se llevó’. En el gran camellón central de La Calzada se instalaron arbotantes con diseños Liberty y la autoridad municipal sembró en sus jardines laterales cientos de palmas de la región que después de cada invierno se recortaban desde la sección inferior de sus follajes generando al cabo de pocos años unos tallos largos, flexibles y muy bellos rematados por una corona de verdes hojas alargadas que simulaban elegantes abanicos orientales.
A sólo ochenta metros de su casa subsistían las vivencias del mundo rural en una lechería donde el medio de distribución a domicilio se realizaba en sórdidos y ruidosos carretones tirados por viejos caballos cuyos conductores los azotaban y apostrofaban a cada paso en medio del silencio majestuoso del amanecer. El choque entre cajones de madera y alambre con botellas de vidrio y de metal generaban un caos de disonancias y ruidos que lograba despertar a personas, como Adrián, cuya pureza interior les permitía disfrutar de largos períodos de sueño poblados de fantásticos seres alegres que parecían flotar entre una conspiración de luces y colores maravillosos.
Luego de un magro desayuno, Adrián intentaba peinar su abundante cabello alborotado y lleno de remolinos para dirigirse a la escuela. La actividad de la lechería junto a su casa aún continuaba a gran ritmo y con paso apresurado, topándose con algunos caballos que aún estaban en servicio y esquivando sus numerosos excrementos, se encaminaba a la escuela, donde lo castigarían si llegaba unos minutos tarde. Después de unos deliciosos momentos de espera en compañía de sus compañeros de clase, el tintineo argentino de una gran campana manual los convocaba a ordenarse en el patio de la escuela en filas de hombres y mujeres por cada grupo.
La escuela primaria de Adrián pretendía simular a una república escolar, donde se consideraba que la educación debería estar basada en los conceptos seculares que inspiraban a los nuevos estados republicanos constituidos en el siglo 19 y a los grupos militares que – en teoría – garantizaban su soberanía. Obvio es decir que a unos cuantos años de la rebelión de los cristeros, este proyecto de educación primaria tenía una fuerte oposición en la gran mayoría de los grupos eclesiales y en la ultraconservadora sociedad regiomontana de esa época de los años cuarentas, cuando toda la clase alta y media enviaba a sus vástagos a los colegios confesionales.
Adrián nunca pudo comprender durante su infancia
una rara dicotomía ideológica que existía en el director de este Colegio, ya que aun cuando había sido el fundador de la primera escuela privada de educación laica en Monterrey, también había sido guardián voluntario de la lujosa Custodia que guardaba al Santísimo Sacramento de una importante Iglesia Católica de Monterrey durante la agresión física e ideológica que hizo el Presidente Calles a casi todas la iglesias de México al inicio de su primer mandato oficial como Presidente de México. Por razones históricas, la colonización de México y la inteligente labor profética de las órdenes religiosas que envió España propiciaron una simbiosis mitológica muy compleja en sus pobladores, ya que se amalgamaron los mitos mesoamericanos y europeos mediante un proceso sui generis creando una memética nacional muy diferente a la del resto de Latinoamérica. La mitología resultante, además de masoquista, contenía una gran dosis de discriminación a las etnias aborígenes nacionales mientras exaltaba las virtudes de la raza blanca, particularmente de quiénes tienen ojos y cabellos claros.
El momento más incomprensible en la vida diaria de Adrián era cuando en compañía de sus condiscípulos hacia el juramento a la bandera nacional que era izada en el patio de la escuela al ritmo de los desafinados acordes de una banda de guerra constituida por los mismos infantes de la escuela primaria. Apenas terminaba la celebración patriótica, los alumnos eran conducidos a los salones de clase, respetando rigurosamente una clasificación creciente en función de su estatura. Algo similar a los conceptos utilizados por los militares, pero con los parámetros invertidos. Una vez que se sentaba en su pupitre cavilaba por largo tiempo, ya que no lograba comprender porqué se rendía culto y se exigía respeto para un lienzo de seda tricolor algo raído, cuando le costaba mucho esfuerzo sentir respeto por sus propios padres y otros familiares que contribuían de forma espontánea a proporcionarle alegría con dinero y expresiones visibles de afecto.
En muchas ocasiones Adrián había requerido a sus maestros para que le explicasen ese inusitado respeto y culto al lábaro patrio, pero las respuestas siempre habían sido evasivas o eufemísticas; cuando eran categóricas simplemente le decían que en la vida del ser humano, sin importar la edad, existían infinidad de cosas que se tenían que hacer por obligación, ya que se requerían de ciertas normas para poder lograr la convivencia pacífica en la sociedad. Al final de cuentas siempre recurría a su madre, quién aunque solo poseía la ilustración correspondiente a la de una maestra de escuela solía decirle que ese tipo de respuestas las encontraría con el tiempo, a través de la lectura de libros que no existían en las escuelas, pero que podría encontrarlos en las bibliotecas públicas. No obstante, lo invitaba a leer su magra biblioteca, donde predominaban las colecciones enciclopédicas más populares de la época, los diccionarios ilustrados y unos cuantas versiones infantiles de algunos libros famosos.
La pronta lectura de la magra biblioteca familiar condujo a Adrián a encerrarse en una especie de escondite dentro de su casa, justo en el espacio que se formaba entre esquina del salón principal y un enorme ropero de olmo. El espacio triangular se rellenaba con las cobijas que se usarían en el invierno, las cuáles eran cubiertas con gruesas sábanas y arriba de todo había un excitante espacio cubierto con frescas y lustrosas vaquetas. Ahí construyó su refugio para fabricar sus propias historias de aventuras que eran complementadas por la reiterada observación de un kaleidoscopio relleno de vidrios de colores, cuando se cansaba de los fosfenos que producía friccionando sus párpados. En el mundo exterior su padre negociaba la venta de sus muebles reconstruidos y repintados con intensos colores, utilizando una retórica llena de metáforas y dichos del mundo rural que él no lograba comprender.
Las excursiones de Adrián hacia el mundo exterior a su refugio no eran muy frecuentes y por lo general se limitaban a unos cientos de metros alrededor de su casa, pero esa limitación que le imponían sus padres redundaba en una explosión de vivencias sensuales cuando lograba salir a los alrededores. Eran los años de la Segunda Guerra Mundial y existía gran escasez de productos metálicos, ya que todos se enviaban a los Estados Unidos, de tal forma que numerosos jóvenes y niños vecinos de la Calzada Madero, acudían a desprender los pedazos de plomo que fijaban las rejas de las grandes ventanas que habían sido instaladas con antelación a la soldadura autógena y eran muy apreciados por quiénes revendían metales para producir municiones y linotipos para imprentas.
Aunque Adrián nunca pudo realizar esa tarea al ser considerada ilegal por sus padres, tuvo que limitarse a la comercialización de dichos materiales, ya que un tío de él se dedicaba al comercio de productos metálicos desechados en gran escala y le ofrecía precios de compra superiores a los que otorgaba a sus vecinos, cuyas diferencias compartía con absoluta equidad. Con esos pingües ingresos lograba superar el encierro involuntario que le imponía la exagerada sobriedad de su padre, quien apenas si le daba unos cuantos centavos durante toda la semana. Una vez que lograba acumular varias monedas en sus bolsillos se lanzaba con vehemencia al deslumbrante mundo exterior de la Calzada Madero.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el mundo de Adrián se transformó por completo; el bazar de su padre desapareció de la noche a la mañana, debido a que los fabricantes de muebles y aparatos domésticos volvieron a funcionar y una gran derrama de nuevos comercios surgieron a todo lo largo de La Calzada. Los padres de Adrián hubieron de cambiar de casa habitación hacia otros barrios cercanos cuyos costos de arrendamiento eran mucho menores. De la arteria comercial con mayor desarrollo en Monterrey, Adrián fue a parar a una barriada en la periferia oriental de la ciudad, cuyo mayor atractivo era una caterva de aspirantes a toreros y artistas más uno que otro deportista con grandes facultades. Pero el acento del lugar era lo taurino, desde las canciones con sabor gitano que se entonaban en la calle, los vestuarios ajustados de los varones, la peculiar forma de andar de los maletillas y una complicada jerga taurina que deslumbraba a los jóvenes. Al lado de su casa vivía ocasionalmente un torero famoso con gran éxito en España y su madre le tenía montado un retablo policromado con la virgen de la Macarena que podía verse desde la calle justo debajo de la enorme y negra cabeza de un toro de lidia.
Aunque el mundo exterior de Adrián se había transformado por completo, su mundo interior permanecía intacto, con su opulento mundo de luces y fantasmas que poblaban sus sueños a todas horas, pero ahora su mundo de vivencias reales superaba al de sus sueños con un desfile de personajes que iban desde los numerosos aspirantes a toreros y artistas, hasta lo que a la postre resultó ser el espectáculo más inquietante de su vida cotidiana: una pasarela permanente de pacíficos oligofrénicos que por azares del destino se habían concentrado justo en las entrañas de su nuevo barrio y contribuían con sus acciones extrañas a dar un toque surrealista al escenario. Como terapia instintiva, cada vez que podía, Adrián huía al mundo maravilloso de la Calzada, donde un tardío y devaluado art decó buscaba brillar entre las ruinas de sillares del estilo norestense que intentaba imitar – sin éxito – a la forma arquitectónica más decadente del imperio francés en el siglo 19.
El esplendor de la Calzada por poco más de dos décadas tuvo un importante significado para la percepción de la realidad de los nuevos regiomontanos que no habían vivido la prolongada edad mítica de la mayoría de los mexicanos cuando se consideraba a la mente colectiva francesa como un paradigma mundial; ya que sin inercias históricas podían aceptar la mesiánica y absurda mitología norteamericana que día a día entraba al País, principalmente conducida por los principales capitalistas de Monterrey, cuya educación superior se había realizado en universidades norteamericanas, en las que su eje mitológico era la hipótesis de la francmasonería del siglo 18, donde convive el mito creacionista de la Biblia con el de un Dios extra bíblico que es la razón, cuyo ojo escrutador vigila desde arriba de la pirámide a sus tribus favoritas y señala al mundo entero la dirección que deberá llevar con la antorcha que Columbia empuña en su mano diestra. En caso de que alguien desafiara su decisión, este dios violento y vengativo montaría en cólera y destruiría a quién se le oponga. Con excepción obvia de quiénes logran ocultarse del Gran Ojo que acecha desde la cúspide de la Gran Pirámide tribal.
Con su delicioso y negro sentido del humor, Groucho Marx sintetizaba la doctrina francmasónica de los Estados Unidos con el siguiente aforismo; ‘El secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio, si puedes simular eso serás un triunfador’.
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