En el año 1998 fuí invitado, junto con la presidenta de la comisión de los derechos humanos de Nuevo León, en ese momento la Lic. Ninfadelia Domínguez, a impartir una plática sobre derechos humanos en la escuela de Leyes St. Mary’s de la Universidad del mismo nombre en San Antonio Texas. En esa ocasión abordé el tema de la dignidad como un concepto inalienable que caía dentro del tema de los derechos humanos. En una ocasion anterior (1991) había hablado en el decimoquinto Simposium Osler sobre mi concepto del Homo del siglo XXI por venir, el “homo responsabilis”, considerando a la dignidad como un concepto fundacional de ese arquetipo del nuevo milenio.
Los conceptos sobre nuestra obligación de cuidar a las futuras generaciones particularmente en relación al medio ambiente y el calentamiento global empezaban a surgir con gran fuerza en las últimas dos decadas del siglo pasado. Por eso, en esa ocasión hacía mención que si la dignidad era el derecho de ser “yo” tratado con respeto, esta debería extenderse a los “otros”, particularmente a aquellos que no tenían voz para defenderse como eran el feto, el paciente con severo daño cerebral (muerte cerebral) y las generaciones futuras. Mi conclusión en esa plática era que si la dignidad es un derecho inalienable para exigir respeto hacia nosotros , nuestra obligación, por otra parte, era defender el respeto hacia los que no podían defenderse, los no nacidos, los infantes , los privados de su libertad, los enfermos con muerte cerebral y las generaciones futuras.
Este concepto bipolar de la dignidad como derecho y como obligación lo continué elaborando e incluso en una posterior conferencia sobre la cultura de la ilegalidad en Cintermex en el 2009 lo llevé hasta las especies animales particularmente los primates tan cercanos a nuestro orden. De hecho, según datos recientes que han decifrado el genoma del Hombre del Neandertal, estamos nosotros más cercanos al chimpancé que al Neandertal desde el punto de vista del genoma y en gran parte esto ha impulsado que se dejen de usar en los laboratorios de Estados Unidos a los macacos, chimpances y gorilas como sujetos de experimentación.
Es por lo anterior que no puedo sino estar en total acuerdo con el professor Rosen de la Universidad de Harvard cuando nos dice en su reciente libro Dignity (2012) “el respeto por los derechos es el derecho por el respeto” o cuando leemos la encíclica Splendor Veritas de Juan Pablo Segundo que nos dice que no podemos guiarnos por la razón de la fuerza, sino por la fuerza de la razón. Este último concepto es básico para entender la postura de la Iglesia católica hacia los derechos humanos que se oponía todavía en el siglo XIX al concepto secular, pues seguía apoyando que la jerarquía del ser humano y su dignidad eran alienables pues eran otorgadas por Dios.
Con el advenimiento de la revolución industrial la dignidad del trabajador fue paso a paso rescatada primero reduciendo la jornada de doce a ocho horas y posteriormente las condiciones del trabajador en su medio laboral, otorgándoles en la mitad del siglo pasado derechos a vivienda y salud, así como fondos de ahorro, lugares de esparcimiento y escuelas para sus hijos. Aun cuando muchas de estas prestaciones fueron criticadas sobre todo cuando se manejaban desde la administración del empleador, como tiendas de rayas disfrazadas que servían para aumentar la productividad de la empresa, la realidad final era que el medio laboral era favorablemente enriquecido con estas medidas, independientemente a quien favorecían más, si al trabajador o a la empresa.
Los derechos de los niños y la igualdad de géneros frente al Estado (derecho de votar) y al empleador (equidad en los salarios entre géneros) fueron capítulos que también se expandieron con velocidad acelerada en las últimas cinco décadas del siglo pasado, hasta llegar a la necesidad de preservar la dignidad ante la ley entre las parejas del mismo sexo que ha sido una contribución eminentemente positiva en este milenio.
La Revolución Francesa llevó a la igualdad, a tener un estatus de dignidad que partía del concepto Romano de Ciceron, en donde ésta, la dignidad, era un estatus del ser humano más que un estatus de jerarquía de la persona. La mayor contribución para entender el concepto moderno de dignidad se la debemos a Emanuel Kant, quien consideraba que la dignidad era un “valor intrínsico” identificado como algo que sólo poseen los seres humanos y que no es otorgado externamente ni por el Estado ni por Dios. (diferimos con la ubicuidad del concepto exclusivo para el ser humano quienes adscribimos dignidad a los primates y otros animales, pero estamos totalmente de acuerdo en que es un valor intrínsico de nuestro condición humana producto de nuestra propia racionalidad).
Marx denunciaba que el gobierno de los príncipes alemanes era contrario a la dignidad humana y Lenin consideraba a la dingidad como un artilugio de la burguesía, concepto imbuído en el Leninismo y despues en el Maoismo que les servía a ambos para reiteradamente violarla. El mismo Marx arguía que el concepto de dignidad era una frase hueca y que buscaba trasladarlo al refugio de la moralidad en lugar de la historia. Esta concepción alucinatoria del materialismo dialéctico ha sido recientemente (mayo, 2008) avalada por Steven Pinker, quien en un vitrólico artículo (New Republic) titulado “The Stupidity of Dignity” y haciendo eco de las ideas de Ruth Macklin, nos dice que la dignidad es un concepto inútil, por ser subjetivo y cargado de conotaciones morales y que es suficiente el principio de autonomía para evitar que la dignidad del individuo sea ultrajada. El psicólogo de Harvard manifiesta que la misma autonomía nos permite proteger nuestra vida y libertad haciendo inútil el concepto de dignidad. Menciona además, que los consentimientos informados han sido la roca sobre la cual descansa la medicina moderna y esto a salvaguardado en muchos casos nuestra dignidad. Estoy en total desacuerdo, porque tanto la bioeticista Mackin como el psicólogo Pinker no han estado en la trinchera de la medicina con verdaderos pacientes con problemas serios. Debo mencionar que cuando fui presidente ejecutivo del Consejo Estatal de Bioética en Monterrey (México), cada semana durante tres años nos reuníamos con los directores médicos de los diez hospitales más importantes de esa ciudad de cuatro millones de habitantes, para construir un consenso escrito que llamamos “La declaración de Monterrey” para los derechos de los pacientes, médicos y personal sanitario. Nos percatamos que aun con la firma del consentimiento informado, con cierta frecuencia se violaban los derechos de los pacientes, porque siemplemente para informar de un procedimiento quirúrgico como una craneotomía al paciente, o de una quimioterapia, las variables eran tantas que el paciente frecuentemente a pesar de sus supuesta autonomía no entendía (en ocasiones ni los médicos) muchas de las ramificaciones y consecuencias a futuro del tratamiento o procedimiento por efectuar y de cualquier manera lo firmaba. Es aquí donde nacen la necesidad del médico de considerar la dignidad de su paciente como una obligación ligada al derecho del paciente de que esta sea respetada.
Uno de los aspectos más controvertidos, es lo que atañe a la dignidad del bien morir popularmente conocida como eutanasia o de disponer de su cuerpo en el caso particular de la mujer que desea abortar.
Empezaré por el último caso. En el estado de Guanajuato en México, tan reciente como hace un par de años varias mujeres (obviamente indígenas y de bajos recursos) fueron encarceladas, y lo que es peor: algunas de ellas llegaron al hospital con un aborto espontáneo y fueron maliciosamente culpadas de haberse abortado para posteriormente ser juzgadas y puestas en prisión. Es obvio que la dignidad de esas mujeres fue ultrajada por partida doble, primero por haberse entrometido el Estado en una decisión que solamente debería atañer a la mujer afectada, y luego al ser enviada a prisión. Este y muchos casos de mujeres en más de cincuenta países son ejemplos donde la autonomía de una persona no le alcanza y no es suficiente para proteger su dignidad. En México estos casos a pesar de ocurrir en un país democrático (imperfectamente democrático), son muestra flagrante que los filósofos de escritorio no entienden. Caso similar es el de los ciento cincuenta millones de niñas que en una veintene de paises en África y Medio Oriente son ultrajadas con la aberrate práctica religiosa de la clitoridectomía.
Respecto a la eutonasia en México y muchos países, incluidos la mayoría de los estados de los Estados Unidos, un paciente con muerte cerebral no puede ser deconectado de los sistemas de soporte como respirador automatico, terapia endovenosa, sonda nasogástrica para alimentarse etc. De manera que si al tartar de salvarlo de una enfermedad incurable o de un accidente automovilístico fatal se procediera aun con el consentimiento de la familia, se incurre en un delito que es perseguido y punible con cárcel hasta por cinco años para el médico y el administrador del hospital que lo desconecte de los sistemas de soporte aunque su futuro sea inexorablemente fatal. En el Centro Médico Osler donde durante 35 años trabajé, en calidad de Administrador Único y Neurocirujano, no me fue posible desconectar a dos pacientes con muerte cerebral comprobada por los parámetros de ambos protocolos, el de Estocolmo y Montreal (que incluye paciente arrefléxico con pupilas dilatadas, sin respuesta a la estimulación calórica de los conductos semicirculares, sin poder mantener su presión arterial por el mismo, con electroencefalograma isoeléctrico, con potenciales auditivos y visuales ausentes y con ausencia de fljuo cerebral demostrado por angiografía endovenosa). En el primer caso un niño de 8 años duró dos años y le costó cientos de miles de dólares al hospital pues se trataba de un niño de la calle que fue atropellado; en el segundo caso una paciente de 83 años con un derrame (hemorragia) cerebral masivo, le costó a pesar de descuentos y aportaciones de instituciones caritativas como Cáritas, en un año y medio la mitad de los ahorros a un hombre de 85 años que era hermano de la paciente. Finalmente en el caso de suicidio no consumado por un paciente que tenga un diagnóstico fatal, si falla en el intento y sobrevive en el estado de Nuevo León en México y también en otros paises, puede castigarse al fallido suicida con cárcel. Tampoco es aceptado del suicidio asistido en casos como el Alzheimer donde el individuo es destituido de su verdadera dignidad como persona, que es su conciencia.
La relacion entre humanidad y dignidad ha “tratado” de ser establecida por algunas constituciones de algunos países, tal es el caso de Alemania que considera en su constitución (Grungesetz) a la dignidad como derecho humano inalenable. y es el meollo del concepto que sobre dignidad expone el professor Rosen en su libro, cuando nos dice, que debemos considerar ser tratados con dignidad es decir con respeto pues conlleva la idea de un valor intrínsico irrenunciable e indestructible de todos los individuos. Para el catolicismo la dignidad de las persona no les pertenece a ellas sino es una gracia otorgada por Dios de manera que el suicidio será siempre un pecado y un crimen contra nosotros mismos, este último concepto continúa siendo tipificado en nuestra constitución como un crimen. Esto va en contra de la opinión de los liberales modernos que consideran que si un adulto es racional puede decider en casos especiales de enfermedad incurable sobre su vida y ordenar en su testamento que no se le otorgen medidas de soporte llamadas en ocasiones “heroicas” como la resucitación cardiopulmonar.
En el concepto más amplio, degradar, discriminar o insultar a un individup son faltas a su dignidad que generalmente no son punibles en la mayoría de las constituciones de los países democráticos; de hecho en muchos países no democráticos, latigan o apedrean públicamente a transgresores de normas muchas veces morales como el adulterio, destruyendo así la humanidad del supuesto ofensor y con ello su dignidad.
La ausencia de Estado de derecho como ocurre en México permite que la autoridad, a pesar de las comisiones de derechos humanos, con frecuencia degrade al individuo y afecte su dignidad. De igual manera en nuestra sociedad complicitariamente surgida de la cultura de la ilegalidad, cuando se siente el individuo con poder denigra y afecta la dignidad de la autoridad particularmente a nivel de policía o empleado menor.
En suma, podemos afirmar que el respeto a la dignidad individual contibuye de facto o de intento a mejorar las condiciones de la vida humana (también, por qué no decirlo, la vida animal) y con ello promueve el humanismo y el bienestar colectivo. Desafortunadamente los mexicanos hemos sido un pueblo “agachón” y dado a respetar las jerarquías generalmente mal obtenidas de los poderosos y no nos hemos dado por enterados que la dignidad es un derecho para nosotros y una obligación para los otros. Deseo terminar este artículo con una cita del profesor de Harvard Michael Rosen. “La moralidad no obtiene su valor por lo que contribuye a la humanidad, si no la humandidad tienen valor en virtud de ser capaz de actos morales”
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